Charles Dickens o el prodigio de escribir I

david copperfieldEn mayo de 1949, con motivo de mi primera comunión, una niña de doce años – asesorada, supongo, por sus padres, amigos de los míos – me regaló un libro. Un ejemplar precioso editado por Ediciones Peuser, de Buenos Aires (sí, en la España de la posguerra había poco para elegir, y lo poco bueno venía de fuera). El título, David Copperfield; el autor, Charles Dickens.

No lo empecé a leer enseguida. Sería por la letra, más pequeña y espesa que la de Corazón, o por las ilustraciones, oscuras e inquietantes, o por otros motivos que no recuerdo – quizás estaba entretenido con un libro de Louisa May Alcott -, el caso es que lo dejé aparte y lo olvidé durante un buen tiempo.

Tres años después, a mis doce años, me encontré de nuevo con el libro. Una tarde de los días vacacionales de Navidad, solo, en un despacho que casi nunca se utilizaba de la empresa familiar, empecé la lectura.

Y apareció un mundo nuevo. Y ese mundo se iba desplegando a medida que yo iba leyendo. Un mundo con personajes y situaciones curiosas, extravagantes, inconcebibles en la vida cotidiana, perfectamente pautada, del niño que yo era y, sin embargo, tan reales… Había que ser un mago para crear todo aquello. Por primera vez tuve conciencia de la importancia del escritor y de la escritura. Así que acabé de leer David Copperfield, empecé a escribir.

Naturalmente, intenté escribir tal como lo hacía el narrador de la novela quien, no entendía yo por qué, tenía un nombre diferente del del autor que figuraba en la portada. Ahora que lo pienso, aquella era la primera vez que me ponía a escribir intentando suplantar la personalidad de un escritor. Entonces no lo sabía, pero ese recurso, brotado espontáneamente en mi interior como fruto de la admiración o de la envidia, me había de dar magníficos resultados – hablando sin modestia – muchas décadas después.

Creo recordar que no llené más de media página de inmadura letra infantil. Pero fue suficiente. Había probado la pócima y nunca más podría pasar sin ella.

Y no es que el ambiente familiar y escolar fuese muy propicio al desarrollo de la vocación literaria de un niño. Aunque he de reconocer que el familiar lo era más que el escolar (o el escolar menos que el familiar) .

La familia de mi madre era de origen andaluz y casi todos sus numerosos miembros eran aficionados a la canción popular, al teatro – organizaban representaciones de vez en cuando – y a la poesía, si bien he de aclarar que sus gustos se circunscribían a autores tales como Zorrilla, Villaespesa, Campoamor, Gabriel y Galán y así.

Mi padre había nacido en Barcelona, en el seno una familia aragonesa de origen italiano por línea paterna. Auténtico self-made-man, supo ganarse una holgada posición económica que nos permitió, a los hijos, crecer en un ambiente de relativo bienestar.

Quizá fuera esa necesidad de esfuerzo y superación lo que le llevó a preferir, sobre todas las demás, la lectura de las biografías de grandes personajes, de esos que se habían hecho a sí mismos, desde Napoleón y Goethe hasta Henry Ford y Mussolini. Incluso un ejemplar de Mi lucha, de Hitler, andaba por casa, lo que da una clara idea de su obsesión por las personalidades fuertes, ya que él nunca tuvo inclinaciones fascistas ni nazis; por el contrario, en pleno régimen de Franco no dejó nunca de declararse demócrata (en la intimidad, claro está). También gustaba de la novela policíaca, la de personajes como, Nick Carter, Sherlock Holmes, Raffles, etc. Y el teatro de salón, tipo Jacinto Benavente.

El Colegio era otro asunto. Para empezar, la literatura era una asignatura, es decir, algo que había que aprender con esfuerzo y para sumar puntos. Aunque creo recordar que, hasta los dos últimos cursos del bachillerato (que duraba seis), era casi inexistente. Más importancia tenían las ciencias, la historia (desde el punto de vista de una supuesta España imperial) y la gramática. En este último caso he de agradecer a un hermano-profesor que, debido a su claridad de exposición y buen método, a los catorce años ya dominase con seguridad la ortografía y la sintaxis, materias que, por lo que veo, no suelen ser de dominio generalizado aquí y ahora.

Pero lo más importante era la religión, por supuesto… (Continúa)

(De Los libros de mi vida)

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