Las pistolas de Larra

pistolas larraNo sabemos si Mariano José de Larra (Madrid, 1809-37) leyó algo de Goethe. Es verdad que en algún momento de sus escritos lo cita entre otros ejemplos de la gran literatura europea del momento, pero, en un periodista – y Larra lo era, y muy bueno –, citar a un autor no significa en absoluto haberlo leído. La cultura de Larra no era muy amplia ni muy profunda, aunque comparada con la de la mayoría de escritores de su época y país pueda parecer vastísima y de profundidades insondables. En cambio, él sí era profundo. Lo que significa que esta profundidad no provenía de arduos estudios filosóficos, sino de la clarividencia con que le dotaba su alma siempre herida y desencantada. A veces, entre las gracias y sarcasmos de sus artículos de costumbres, asoma el profundo clarividente con reflexiones que muy bien podía haber firmado Schopenhauer (lector de Larra, por cierto, mientras que éste no pudo saber nada del filósofo alemán, desconocido hasta en su patria por aquellos años). Véanse éstas, asomadas al principio de su artículo “La vida de Madrid”:

“… cuando contemplo que la vida es un análisis de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos, me admiro de varias cosas. Primera, del gran poder del Ser Supremo, que haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no suceda más que una sola cosa a la vez, y que todos queden descontentos. Segunda, de su gran sabiduría de hacer corta la vida. Y tercera, en fin, y de ésta me asombro más que de las otras todavía, de ese apego que todos tienen, sin embargo, a esta vida tan mala. Esto último bastaría a confundir a un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras muestras de no tener el cerebro organizado para el convencimiento; porque sólo un Dios y un Dios Todopoderoso podía hacer amar una cosa como la vida.”

Como se puede apreciar, aquí, además de cierta profundidad filosófica, hay una ironía sutilísima, casi siempre presente en sus artículos, que no es extraño que llevase de cabeza a los pobres censores de la época. Y no sólo a aquellos censores sino también a cierto comentarista de nuestros días, cuyo nombre sincera y afortunadamente no recuerdo, que pone el párrafo que he transcrito como prueba de la fe de Larra en la existencia de Dios, (que Él le conserve la vista).

Lo que está claro es que un hombre que pensaba de esta manera, tan lúcida no obstante los juguetones velos de la ironía, no necesitaba muchos estímulos ni razones para prescindir de la vida. Y si además los tuvo, como es el caso, el final ya estaba cantado. Su existencia fue, en el plano intelectual y profesional, una constante lucha entre el ilustrado racionalista que deseaba un futuro de progreso y libertad para su país y el romántico sin fronteras que sabía que, en las cumbres de ese progreso, tampoco había nada (“libertad para recorrer ese camino que no conduce a ninguna parte“). En el plano personal fue una inútil búsqueda de una pasión trasfiguradora que diese sentido a esa cosa que es la vida.

A los dieciocho años ya escribía en los periódicos de Madrid. A los veintiséis – con varias novelas y obras de teatro en su haber además de su producción periodística – era uno de los escritores más famosos de España. Poco antes de cumplir los veintiocho, se pegó un tiro.

Hubo una mujer por en medio, naturalmente; eso que en el suicidio clásico sería impensable. Un gran amor, con la consiguiente decepción al comprobarse que no era tan grande, y que ni siquiera era amor. Era más bien el desahogo sentimental de una señora burguesa que, en cuanto sopesó seriamente las implicaciones reales de la aventura, corrió compungida a reconciliarse con el marido. Y es que, como suele pasar en estas historias, uno y otra se movían en esferas distintas; él, en la de las pasiones absolutas que pintaba en sus dramas y novelas románticas; ella, en la de los amores prohibidos soñados al calor del hogar y que un día tendría que probar, como tantas mujeres casadas de su sociedad.

Y estaban también las amarguras de la vida cotidiana y profesional: su sentimiento de culpabilidad por la situación de sus hijos y esposa, a los que nunca dejó desasistidos; su frustración por el rumbo de la política española, en uno de cuyos bandazos se perdió su acta de diputado en las Cortes que, a base de renuncias y esfuerzos, había conseguido. Todo iba contribuyendo, poniendo su granito de arena (o su piedra marmórea) para llegar a aquel sonoro final. Era como si un guionista malévolo y retorcido fuese preparando el camino para poder desarrollar al cabo la grandiosa última escena que, desde el principio, tenía in mente.

Y llegó el día. Fue la tarde de un lunes de carnaval. Él la recibió en su casa a petición de ella misma. Y pensó – quiso pensar con todas sus fuerzas – que era la ocasión de aclarar malentendidos y dar por terminada una ruptura que hacía meses le tenía el alma en vilo. Pero no. Ella estaba ahí para recuperar sus cartas y para confirmar que se iba con su marido. Muy lejos. A Filipinas. Fue entonces cuando el universo entero se desplomó sobre el pobre romántico. Y en cuanto ella salió, abrió el estuche con el precioso juego de pistolas, que siempre tenía a su alcance.

No sabemos si Larra había leído a Goethe. Pero es evidente que en algún lugar de su alma aguardaban, cargadas, las pistolas de Werther.

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes

1 comentario

Archivado bajo Opus meum

Una respuesta a “Las pistolas de Larra

  1. Hola a tod@s,
    me ayudarían mucho rellenando la encuesta sobre los personajes Hispanos en esta página web: http://www.anketovnik.cz/478fcfaf672fd5a9
    Soy estudiante checa y necesito saber sus opiniones para mi tesina.
    Muchísimas gracias. 🙂

Deja un comentario Cancelar respuesta