Larra, la pólvora y la mecha II

Definitivamente establecido en la capital, empezó a escribir para el público, a traducir a autores franceses y a frecuentar las tertulias literarias. Publicó algunas poesías en el más rancio estilo neoclásico, A la Exposición de la Industria Española, por ejemplo, pero el pistoletazo de salida de larra escritoriosu brillante carrera literaria lo dio con la fundación de “El Duende Satírico del Día”, publicación que él mismo escribía de arriba abajo y donde aparecieron artículos tan maduros como El Café, escrito a sus diecinueve años. Se publicaron cinco números. Fundó después “El Pobrecito Hablador”, del que salieron catorce números, algunos con artículos que se harían tan célebres como El castellano viejo, Vuelva usted mañana o Casarse pronto y mal. A partir de ahí, y pronto con el seudónimo de Fígaro, publicó en varios diarios y revistas (“La Revista Española”, “El Correo de las Damas”, “El Español”, “El Observador”), que se disputaban su firma. Hacia el final de su corta vida llegó a ser el periodista mejor pagado de España y sin duda el más leído.

De su producción literaria no periodística lo más relevante es sin duda el drama Macías y la novela El Doncel de Don Enrique el Doliente, ambos sobre el mismo personaje histórico, el trovador Macías, con el que sin duda el autor se sintió identificado en algún aspecto.

EL articulista Larra toma el costumbrismo que entonces estaba en boga y le cambia el alma. No se trata solo de describir los usos y costumbres de la sociedad, sino de ponerlos bajo el lente luminoso de la razón mediante el humor, la ironía y el sarcasmo. Un ejemplo perfecto de esa ironía lo tenemos cuando minimiza su tarea de crítico gracioso al afirmar “En sabiendo decir lo que pasa, cualquiera tiene gracias, cualquiera hará reír”.

Lo que Larra fustiga de la sociedad española es todo aquello que le impide ser como la francesa o la británica. Y sin embargo no es el mimetismo de la moda ni el desprecio sistemático de lo propio – cosas que ridiculiza en artículos como En este país – lo que le mueve, sino un acendrado patriotismo ilustrado, de un género que apenas ha existido en este país antes ni después de él.

Larra es un ilustrado, un progresista de la mejor especie. Pero no es solo eso.

Porque hay dos Larras, el positivo de la mayoría de sus artículos y el nihilista y destructivo de algunos de ellos (La Sociedad, Día de Difuntos, Nochebuena de 1836…); el clásico que propugna una sociedad racional y ordenada, basada en la libertad y en la cultura, y el romántico que vislumbra el caos y la nada por doquier, incluso al final de esa sociedad  racional y ordenada («libertad para recorrer ese camino que no conduce a ninguna parte«). Larra posee una personalidad descompensada, desequilibrada: poderoso en el análisis, raquítico en la síntesis. Ve los males como nadie, los estudia, los analiza, los reprueba; en todo este proceso camina sobre tierra firme. ¿Pero cuál es la alternativa de esos males, de esas carencias? Una España en paz, libre, próspera, europea… Sí, en lo social tiene una referencia, un modelo, algo que proponer y hacia donde tender. Pero ¿y en lo personal? Aquí está el gran déficit de Larra: su incapacidad para sintetizar un modelo personal, que sirva al individuo y no sólo a la sociedad.

El individuo Larra no se metió directamente en política hasta el penúltimo año de su vida. Lo hizo tarde y mal, es decir, quizá en el momento y de la manera menos oportunos. Tan mal, que consiguió que sus hasta entonces afines políticos lo considerasen un traidor, un moderado reaccionario, él precisamente, que se había expuesto con su pluma en los años más oscuros del absolutismo, mientras muchos de sus futuros detractores callaban como p…rudentes. Larra es un ejemplo entre tantos de cómo al intelectual de ningún modo le sienta bien la política activa.

Tampoco en lo personal e íntimo le fueron muy bien las cosas. A los veinte años se casó. Tan pronto y tan mal que cinco años después ya se había separado. Parece que tuvo algunos amoríos intrascendentes. Pero el amor de su vida surgió una tarde del año 1832 en la tertulia de casa del famoso abogado Cambronero. Era Dolores Armijo, la esposa del hijo del anfitrión. Las relaciones tuvieron sus altibajos, hasta que ella decidió romper. Larra no lo entendió; con su lógica casteliana, es decir, irreal, pensaba que el amor que se jura eterno ha de ser eterno; ella, no se sabe qué pensaba, pero sí que actuaba como cualquier ser vivo normal.

Larra era un hombre tan inteligente y lúcido como apasionado. “Juntar la inteligencia con la pasión es como juntar la pólvora con la mecha”, dice él mismo o el autor de la novela, ya no recuerdo. Y al final se produjo la explosión.

Fue la detonación de un disparo de pistola, a última hora de la tarde del 13 de febrero de 1837, lunes de carnaval, instantes después de que saliese de la casa Dolores, tras certificar la ruptura, huyendo con las cartas comprometedoras en busca de la anhelada comodidad conyugal.

Lo explica él mismo, avant la lettre, en palabras del personaje ficticio de uno de sus artículos. Éste cuenta que mantenía relaciones con una mujer casada hasta que “hubieron de llegar a oídos de su marido, que empezó a darla mala vida; entonces mi apasionada me dijo que empezaba el peligro y que debía concluirse el amor; su tranquilidad era lo primero. Es decir, que amaba más a su comodidad que a mí. Esa es la sociedad.

Podría escribir mucho sobre Larra. Pero creo que con esto basta para dar una idea de cómo entró en mi vida de lector, y a continuación en la de escritor. Lo que sí quiero es agradecer a la escritora aludida al principio la oportunidad que me dio de conocer y transformarme en tan fascinante personaje y, no obstante mis prejuicios iniciales, reconocer que ella no iba tan desencaminada en los suyos.

(De Los libros de mi vida)

 

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