Porque era el caso que, desde hacía un tiempo, en su relación con el espejo Isaías observaba algo raro, tan raro, que empezaba a resultar inquietante. No con los espejos en general, ni durante el día, sino sólo con el espejo del cuarto de baño de su casa y durante la noche. Al principio, no le había dado importancia… pero, ¿cuándo fue el principio?
No lo recordaba. Quizá había ocurrido siempre y él no lo había advertido. Quizá había empezado hacía poco y, con el hecho, había comenzado su preocupación. No sabía si la circunstancia de vivir solo mejoraba o empeoraba la situación. Lo único cierto era que, cuando sucedía, no tenía cerca a nadie para…¿consultar? ¿pedir ayuda? No, eso era impensable. Sabía muy bien que “aquello” era absolutamente intransferible, que la intromisión de otra persona forzosamente acarrearía terribles consecuencias. ¿Consultar a un psicólogo? ¿Por qué no? El problema era que no creía en los psicólogos o, al menos, no hasta el extremo de llegar a pagar por sus servicios. Entonces pensó en Cristóbal. Era un amigo. Había estudiado la carrera de psicología y había ejercido la profesión durante algún tiempo, hasta que decidió entregarse en cuerpo y alma al negocio de los seguros. Hablaría con él una noche, en un bar, ante unas copas, y quizá así diese el primer paso. Porque, pensaba, si el origen del fenómeno estaba en él mismo, quizá Cristóbal podría aclararle algo. Pero…¿y si estaba en el espejo?
– Así, que jubilado – dijo Cristóbal, como ratificando las últimas palabras de Isaías.
– Sí, hace un año. ¿Y tú qué esperas?
– A mí me va estupendamente. Así, que no pienso dejarlo. En cuanto la gente se jubila empiezan a suceder cosas raras; la más corriente, que se muere.
– ¿Crees que eso que te he contado no es más que una “cosa rara” propia de mi situación actual?
– A ver, cuando trabajabas ¿te ocurría?
– No lo sé, la verdad es que no lo sé. Quizá sí, pero no me daba cuenta. Y ahora, al tener más tiempo para observar, para reflexionar…Cristóbal, dime la verdad, crees que esto que te he contado no es más que la chifladura de un viejo maniático, ¿no es eso?
– Isaías, no saquemos conclusiones antes de tiempo. Para empezar, me lo has contado de una manera tan precipitada que no sé si me he enterado bien. Hazme un favor, bebe un trago, relájate y cuéntalo de nuevo, despacio, tranquilo, y con todo lujo de detalles.
Isaías obedeció en lo que pudo. Tomó un sorbo del vaso largo y cilíndrico que tenía delante y, cuando consideró que habían pasado los segundos necesarios para contentar a su amigo, comenzó:
– Antes, no solía levantarme en plena noche. Dormía de un tirón, como suelen hacer los jóvenes. Pero ya hace algunos años que, en un momento indeterminado, entre la una y las cinco de la madrugada suelo levantarme, una, o dos veces, para ir a orinar. Entro en el baño, enciendo la luz, voy directamente a la taza, orino, vuelvo y, al pasar por el lavabo, me lavo rápidamente las manos y a veces, cuando mi faringitis crónica me tiene la garganta seca, bebo un poco de agua directamente del grifo o simplemente me enjuago la boca. Delante, sobre el lavabo, está el espejo…pero nunca lo miro. Quiero decir que todas esas operaciones las hago con la vista baja o los ojos cerrados, que nunca, nunca, miro al espejo. En verano, cuando el calor aprieta y el sudor me mantiene despierto aún es peor. Porque entonces, las visitas al baño aumentan, a veces simplemente para mojarme el cuello y las muñecas…y nunca, nunca miro al espejo. De día es diferente, me arreglo, me peino, me lavo los dientes ante el espejo con normalidad, como todo el mundo.
– ¿Y nunca te has preguntado por qué no miras al espejo por las noches?
– Sí, muchas veces, y no he tenido respuesta. Si la tuviese, seguramente no estaría aquí hablando contigo.
– Pero, si te hubieses de responder algo, ¿qué te dirías?
– Me diría que…tengo miedo de mirarlo, porque sé…que…a esas horas…el espejo muestra…algo horrible…que no soy yo…o aún más horrible si… también soy yo.
Tras unos segundos de silencio, Cristóbal habló:
– ¿Y no has pensado que la manera más sencilla y práctica de despejar el enigma sería…mirarte al espejo?
– Claro que lo he pensado, pero no puedo. ¿Quién puede mirar directamente al horror?
– Isaías, tú tienes un empacho de literatura fantástica. Olvídalo, olvídalo todo. Esta noche, cuando entres en el baño, después de abrir la luz, te encaras directamente al espejo y dices “hola, soy yo, nada más que yo” y no verás otra cosa que tu misma cara de siempre.
– Imposible.
– Inténtalo, inténtalo una vez. Y si no eres capaz de intentarlo, no me vengas más con historias.
Aquella misma noche Isaías no podía dormir, el sudor le empapaba el cuello, tenía la almohada mojada. Miró el reloj: las dos y veinte. Se levantó, se enfundó las zapatillas y, con paso inseguro, casi tambaleándose, caminó los escasos metros que le separaban del baño. Entró, encendió la luz con la vista baja. Abrió el grifo y colocó las muñecas bajo el chorro del agua. Al tiempo que cerraba el grifo levantó lentamente, muy lentamente la vista. Pero no llegó a mirar. Le pareció que un resplandor rojizo surgía del ángulo inferior derecho del espejo. Salió precipitadamente, sin apagar la luz.
– ¿Un resplandor rojizo? – preguntó Cristóbal al día siguiente – ¿Qué quieres decir exactamente?
– No tengo otra manera de decirlo, un resplandor rojizo, un destello rojizo, si quieres…pero como algo que no estaba allá mismo, que venía de muy lejos y, sin embargo, potente, cegador…
– Que venía de muy lejos…¿Del Infierno, por ejemplo?
– Cristóbal, yo no he hablado del Infierno. Sólo he contado lo que he visto.
– Pero que el resplandor venía de muy lejos, no lo has visto, ¿no?
– No, claro, eso fue una impresión, una intuición diría que infalible.
– Perfecto, Isaías, si estamos en la senda de las intuiciones infalibles, no podemos fallar. Dime, según tu intuición infalible, qué es eso que se muestra en el espejo por las noches y que te aterrorizaría ver.
– Tú te ríes, Cristóbal. No me tomas en serio. Pero si me ocurre una desgracia, serás el primero en lamentarlo. Recordarás que te pedí ayuda y que…adiós.
Isaías se levantó y salió precipitadamente del local. Cristóbal no hizo nada por retenerlo.
Se dice que aquella noche fue la más calurosa del año. Isaías daba saltos en la cama. Entre el calor, el sudor y el pensamiento del espejo que le aguardaba en el baño, no podía pegar ojo. Finalmente se levantó. No sabía qué hora era. Entró en el baño, se desabrochó y dejó caer el corto pantalón del pijama. Se puso bajo la ducha y dejó que el agua se deslizase por todo el cuerpo. Luego, cerró el grifo, alcanzó la toalla, se la aplicó con toques suaves para que el frescor del agua se mantuviese en la piel. Colgó la toalla, se dirigió hacia la puerta y de repente, no pudo evitarlo, se encontró ante el espejo. Todo el horror del universo se apoderó de él. Quiso gritar, como en los sueños…
Días después, Cristóbal tuvo conocimiento de la muerte súbita de su amigo. Paro cardíaco, en el baño, quizá un shock producido por el agua fría sobre el cuerpo caliente…la edad, ya se sabe, nada extraño. Recordó que le había hecho un seguro de vida a favor de un sobrino. Fue fácil acceder al expediente. Empezó a leer el informe médico hasta que dio con unas palabras: “los ojos muy abiertos; en las pupilas, dilatadas, un extraño brillo, como un resplandor rojizo”. No pudo leer más.