EMILY DICKINSON. El premio de la vida II

Amherst_compressed_1920x1280Emily Dickinson nació en Amherst, pequeña localidad de Massachusetts, Estados Unidos, en 1830, un año después que su hermano Austin y tres antes que su hermana Lavinia. El padre, Edward, abogado y político liberal (izquierda) que fue evolucionando hacia posturas cada vez más conservadoras, fue diputado en el Congreso – Emily le adoraba, “tenía el corazón puro y terrible”, dijo de él en una carta. La madre, Emily Norcross, distanciada y enfermiza, estuvo toda la vida más cuidada por los hijos que a la inversa.

La familia era muy importante para Emily Dickinson, siempre estuvo muy unida a hermano, hermana y cuñada, que constiuían el núcleo esencial de su vida social, así como de la material lo era la gran casa familiar (Homestead), al lado de la cual construyó el hermano su propia vivienda (Evergreens) cuando se casó con Susan.

Y dentro de la Homestead, la habitación propia en la planta superior, donde Emily se encerraba parte del día para recibir y poner por escrito los mensajes poéticos que le llegaban – ¿de dónde? -, y que luego iba coleccionando y guardando. Solo unos cuantos se publicaron en vida  – anónimos -, de cinco a ocho, según el biógrafo de turno. Y seguro que pudo publicar más, porque sus relaciones no eran pocas. Y es que, aunque retirada y casi encerrada, no era ajena al mundo cultural, principalmente a través de los diarios y revistas que llegaban a la casa y por las amistades de la familia o las pocas del período escolar, que conservó toda la vida. Pero publicar siempre le pareció una degradación del acto creativo.

Su vida escolar fue breve y nada metódica. Cursó estudios primarios en la misma Amherst y en otoño de 1847 ingresó en el centro femenino de estudios Mt. Holyoke, a pocos kilómetros de la ciudad. El ambiente – la moda de aquella sociedad y momento – era de una religiosidad de origen calvinista que exigía en la práctica conversiones espectaculares y grandes actos de propaganda. Emily no se sentía nada a gusto, y al acabar el curso lo dejó. Y sin embargo aquella fue la época en que estuvo más abierta a la sociedad, incluso escribía una columna en el boletín del centro, en el que desplegaba su ironía y sentido del humor: llegó a declararse pagana. Su religiosidad iba por otros derroteros y empezaba ya a manifestarse en el misterio de unos versos.

El regreso a casa en 1848 significa el inicio del encierro que había de durar toda la vida, excepto breves salidas a ciudades próximas. En una de éstas, en 1855, oyó predicar y conoció al Reverendo Charles Wadsworth, con el que inició una apasionada correspondencia, en la que expresa directamente el amor – siempre a distancia – que despertó en ella aquel varón severo y hermoso. El traslado de Wadsworth en mayo de 1860 al otro extremo del país supuso para ella un golpe muy duro, al sentir que se le anulaba toda esperanza de seguir soñando.

Las relaciones con el exterior – fuera del ámbito doméstico – fueron casi siempre epistolares. Escribió unas mil cartas. Entre todos sus corresponsales destacan tres que, por motivos diversos, tuvieron especial importancia en su vida. O cuatro, si se admite que el “Dueño” (Master), a quien escribió cartas de amor y sometimiento total, era persona distinta de Wadsworth.

Uno era Samuel Bowles, director del Springfield Daily Republican, amigo de la familia y de ella misma de toda la vida, que mantuvo con Emily una relación basada en la confianza y estima. En el diario le publicó algún poema, como siempre en forma anónima.

Otro, Th. W. Higginson, el crítico desconcertado, siempre admirando la rara profundidad de la poeta, aunque reconociendo su incapacidad para comprenderla. Tras la muerte de Emily, colaboró en la primera edición de muchos de sus poemas, que salió a la luz entre 1890 y 1892.

Y finalmente, el juez Otis Lord, dieciocho años mayor que Emily y amigo del padre. Pero, más que epistolar, esta relación fue personal – aunque también se cruzaron cartas – y dio lugar a un amor mutuo, sosegado y terreno, incluida petición de mano por parte de Lord en 1882. No se sabe si fue la negativa de Emily – en defensa por encima de todo de su independencia – o la inesperada muerte del juez dos años más tarde lo que frustró el intento.

Pero desde hacía años, desde que prácticamente se encerrara en su cuarto propio, la auténtica vida de Emily se iba condensando en aquellos papeles escritos que guardaba no se sabe – ni ella misma – para qué. Y siempre con ese estilo tan propio, tan inimitable – de hecho imposible de imitar – que hacía de su obra algo potente, directo, y sobre todo, indescifrable, como bien comprobó el bueno de Higginson.

A lo largo de su obra, los temas fundamentales pasean sus mayúsculas, que se destacan claramente de las de los demás: Inmortalidad, Eternidad, Amor, Dios, Silencio, Muerte, Alma… Palabras que no aluden a conceptos exactos, sino a impresiones del espíritu ante la proximidad, la presencia, de algo desconocido y tal vez terrible, 

Pero, en ocasiones, esa presencia enigmática e inquietante no se percibe como terrible, sino como algo cotidiano pero incomprensible, lo que refuerza su extrañeza, como se aprecia en el poema que describe los prosaicos movimientos que se observan en una casa vecina tras la muerte de su morador (There’s been a Death, in the Opposite House)

En los últimos años la muerte – no la poética, de inicial mayúscula –  va cercando con su negra sombra a Emily. En 1874 muere el padre de repente; un año después la madre queda semiparalítica a consecuencia de un ictus; en 1878 muere el director de periódico y amigo Samuel Bowles;  en abril de 1882 muere Wadsworth, que había reaparecido y visitado en dos ocasiones a Emily, y en noviembre del mismo año la madre; en 1884 muere el juez Lord, frustrado prometido de la poeta. Pero la desaparición que más seriamente le afectó fue la de su sobrino Gilbert, de 7 años, por quien sentía un inmenso cariño, ocurrida un año antes. A partir de ese momento, Emily se fue consumiendo lentamente. Hasta que el 15 de mayo de 1886 dejó la vida, alcanzando así el premio obligado e irrenunciable.

Días después, mientras la hermana Lavinia se aplicaba a cumplir las instrucciones de Emily, entre ellas quemar toda la correspondencia recibida, se produjo un hallazgo inesperado: unos fascículos escritos a mano con esmerada caligrafía que contenían cerca de 1800 poemas, además de otros en hojas sueltas. Fue el principio del largo proceso de publicación, propagación y ascensión a la Fama, nunca deseada por la poeta.

Si Lavinia no hubiese descubierto esos papeles o los hubiese añadido a los destinados al fuego, hoy Emily Dickinson no existiría. La Fama es prima hermana del Azar.

(De ESCRITORAS)

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