CHARLOTTE BRONTË. Más fuerte que el amor I

charlotte bronteDespués de tantos años – toda una vida – vuelvo a leer Jane Eyre.

Pero esto no es exacto. Nunca he leído Jane Eyre. La he escuchado. De labios de mi madre.

Era en Valldoreix, a principios de la década de los 50  del siglo pasado. En el crepúsculo de un verano sin adelanto horario, los tres hermanos cenábamos en la cocina mientras la madre nos leía un libro. También estaba Luisa, la criada – todas las familias de clase media tenían una –, devoradora de novelas y tan interesada en aquella lectura como nosotros mismos. Y mientras el carbón o la leña, no recuerdo, crepitaba en la cocina “económica”, la voz clara y matizada de la madre – ella hubiese querido ser actriz – desgranaba la historia. De vez en cuando, el chillido estremecedor  que llegaba del bosque – supe después que eran pavos reales domésticos – se confundía en la imaginación con el siniestro alarido que surgía de algún rincón de la mansión de Thornfield.

A Thornfield llega Jane Eyre procedente del internado Lowood, donde durante dos años ha ejercido de maestra, después de pasar seis de alumna en la misma institución. Huérfana, su infancia ha sido muy triste; primero, “acogida” por la familia de una tía política, que la maltrataba y humillaba, y luego en Lowood, soportando unas condiciones durísimas al principio, más tarde suavizadas por la humanidad y la amistad de la señorita Temple, primero su maestra y más tarde también colega. 

Ha sido contratada como institutriz de una niña de ocho años, acogida por Edward Rochester, el dueño de la mansión, de quien quizá es hija. El señor Rochester va poco por Thornfield. De esto y de otras cuestiones informa a Jane la amable ama de llaves, mientras le va mostrando algunas dependencias de la casa y le comenta detalles sobre el servicio. Y de pronto un grito desgarrador resuena desde algún lugar de la mansión. La ama de llaves tranquiliza a la sobresaltada Jane: precisamente se trata de un sirvienta con ciertos problemas nerviosos.

A los pocos días se presenta el señor Rochester con intención de pasar una temporada en la casa. Es un hombre de unos 35 años (Jane tiene 18) de aspecto rudo y modales bruscos levemente corregidos por la obligada cortesía. Pero desprende una sensación de autenticidad y de soterrada bondad que, desde el primer momento atraen a Jane. Oculta un pasado doloroso que nadie parece conocer con exactitud. Entre los dos se establece una curiosa relación de honda y apenas explicitada simpatía que en ningún momento traspasa las fronteras de las posiciones respectivas de señor y empleada. Edward admira el carácter y la entereza de Jane; Jane se rinde (en su intimidad) a la personalidad magnética de Edward.

Los acontecimientos se suceden para delicia de lector, que goza de una de las novelas románticas mejor organizadas que se han escrito: extraños fenómenos que agrandan el misterio de los gritos lastimeros, incluido un conato de incendio en la habitación de Edward; fiestas sociales con numerosos invitados que permanecen en la mansión durante días, entre ellos la bella y altiva Blanche, posible prometida de Edward; ataque casi mortal – parece que de la presencia oculta y lastimera – a Mason, uno de los invitados; marcha de los invitados y vuelta a la tranquilidad doméstica; días de ausencia de Jane para visitar a la pariente que la maltrataba, ahora moribunda; regreso de Jane y encuentro decisivo con Edward: si se casa con Blanche, ella abandona al momento Thornfield; confesión inesperada de Edward: es a ella, a Jane, a quien ama; propuesta de matrimonio; ella al principio incrédula, los señores no se casan con las institutrices; al fin confiesa su amor y acepta. Preparativos de boda; incomodidad y rechazo de Jane al intento de Edward de cubrirla de joyas y vestidos caros: a ella no le interesan las joyas, no la confunda con una de las bailarinas francesas que frecuentaba (como la madre de la niña).

Celebración de la boda en el templo junto a la casa; en plena ceremonia, Mason y otra persona alegan que Edward Rochester no se puede casar… porque ya está casado, con una hermana de Mason. Edward primero lo niega, luego pide a los interpelantes y al clérigo oficiante que le sigan hasta  la casa y allá, hasta un oscuro corredor de la tercera planta, y les presenta a una mujer enloquecida que se abalanza sobre ellos. Y explica que, muy joven, fue engañado por las dos familias para casarse con ella, que ya estaba demente; sin saber qué hacer, la encerró en esa habitación de la mansión al cuidado de una sirvienta y se dedicó a viajar por el mundo.

Es un golpe duro para Jane. Edward le propone que, para ellos, siga todo igual, que se vayan a vivir al Continente como matrimonio. A Jane la proposición le parece en cierto modo humillante: se sentiría como una más de las mujeres que en el pasado trató Edward. Y huye. Y se pierde, y es recogida por unas personas de las que resulta ser pariente. Y una noche oye la voz de Edward que le llama. Parte enseguida hacia Thornfield y encuentra la mansión en ruinas. La mujer demente provocó un incendió, que acabó con su vida. Encuentra a Edward, herido y ciego. Se casan, tienen un hijo y Edward recupera en parte la visión. Final feliz.

Gracias a la oportuna remoción del obstáculo legal y moral, piensa uno.

Jane Eyre se publicó en 1847 con el seudónimo Currer Bell, y fue un éxito inmediato. Al subtitularse «una autobiografía», enseguida se planteó la cuestión de si era obra de autor o autora, llegándose al nivel de si el texto traslucía o no el conocimiento de las labores domésticas a las que ocasionalmente se aludía. Pero el debate serio fue de naturaleza moral. La novela era un escándalo. La moral victoriana, esencialmente puritana e hipócrita, no podía tolerar que una muchacha salida de la nada mostrase tal grado de rebeldía y de desprecio por la autoridad (especialmente en los episodios de la infancia con la tía política y de los primeros años del internado, no recogidos en mi breve resumen). Y, si la autora en realidad era mujer, el escándalo era doble. Un crítico llegó a afirmar que si el autor era hombre era digno de elogio, pero si era mujer la novela resultaba absolutamente odiosa.  

Jane Eyre ha sido considerada como la primera novela feminista. Desde la perspectiva actual cuesta un poco entender esta atribución. De todos modos, lo que está claro es que, en ella, Charlotte Brontë se nos muestra situada más allá de ese romanticismo mal entendido en la que a veces se la ha encasillado. Porque, superando el tópico romántico de que «el amor es más fuerte que la muerte», en Jane Eyre nos enseña que hay – debe haber – algo más fuerte que el amor.  Y es la dignidad de la mujer.  

(CONTINÚA)        

(De ESCRITORAS)

Deja un comentario

Archivado bajo Opus meum

Deja un comentarioCancelar respuesta