¿Cómo es posible que proposiciones tan antitéticas sean ambas verdaderas?, se preguntará el lector adicto a la coherencia. La respuesta es fácil. La clave está en el distinto significado que unos y otros dan a la palabra “natural”.
Para los unos “natural” se refiere directamente a la naturaleza física, a todo eso que habita y se mueve en todo el universo, configura los paisajes y es objeto de las ciencias naturales. Para estos, obviamente, la vida es lo más natural del mundo.
Para los otros, más retorcidos, “natural” es lo que suele esperarse que se produzca dentro de las coordenadas de la lógica humana, en la que todo ha de tener una causa, un sentido y una finalidad. Para estos, obviamente, la vida, la vida humana, hecha de dolores ciertos y goces engañosos, de aspiraciones eternas que han de desvanecerse con la cáscara que las contiene, no tiene ningún sentido. Para estos, llamar “natural”, o sea, normal, lógico, lo que para cierto filósofo de la Ilustración no es más que una broma pesada, o un chiste malo (une mauvaise plaisanterie), es absurdo.
Y así cada cual se queda con su verdad, implícita en el significado que atribuye a la palabra en disputa. Y todos contentos.
Hombre, contentos, contentos no se, más bien hemos de reconocer que el tema nos supera y que por vueltas que le demos y por más que reflexionemos estamos limitados por nuestra peculiar y humana forma de pensar, ya sea como el grupo de “lo más natural” o como los desconcertados, lógicos, o pesimistas del colectivo de “los antinaturales”. Cuando era pequeña, unos 4 o 5 años, y empecé a vislumbrar la idea de la muerte, recuerdo con claridad meridiana, en un alarde de egocentrismo pueril propio de la infancia, que pensaba que yo no podía morir pues el mundo se acabaría y, por supuesto esto era imposible. Todavía estaba en el limbo de la ignorancia y ni los grandes meteoritos ni las amenazas nucleares, ni las pandemias, ni los aberrantes fanatismos de cualquier índole formaban parte de mis pesadillas, simplemente el mundo estaba ahi y no podía desaparecer, pero por encima de todo estaba yo y mi yo era más inmortal que el propio mundo. Resulta curioso el razonamiento en sí mismo y que a tan temprana edat la idea de la inexistencia nos resulte tan incomprensible.
Quizá si pudiéramos siquiera imaginar que no somos el centro de nada, ni uno mismo, ni el ser humano, ni los seres vivos, ni la tierra, ni el sol, ni la galaxia, ni las hipergalaxias, ni el universo;, si pudieramos despojarnos de la idea de espacio y tiempo, de causa y efecto, de inicio y fin , pero, que digo,…..tonterias. Acaso Platón, Aristóteles, Santo Tomas, Descartes, Kant, Nietzsche, Schopenhauer, Ortega, Priante, no lo han pensado mil veces y sin embargo seguimos como al principio.
Enhorabuena, Eugenia. Tienes dos de las virtudes que más admiro: inteligencia y sentido del humor. Por cierto, en la lista de pensadores que pones al final hay uno que no está a la altura de los demás. Me refiero a Ortega, naturalmente.
Decía Schopenhauer (al que, entre otros, gracias a tí, he cogido una contagiosa adicción): “A excepción del hombre, ningún ser se maravilla de su propia existencia”. Que otra cosa se puede esperar, pues, de los hombres si no la lucha despiada por la existencia.