Robert Musil, radiografía de un final I

musil escudoUna de las cosas más extrañas o curiosas que han sucedido en este mundo ha sido el Imperio Austrohúngaro.

Conocí realmente a Musil en torno a los días de mi jubilación. Tanto los gruesos dos tomos de su obra fundamental, como los de sus diarios y ensayos, como los escritos de algún comentarista – o sea, Claudio Magris – están fechados por mi mano entre finales de 2004 y principios de 2005.

Aclaro. Los dos párrafos anteriores constituyen las dos alternativas que tenía pensadas para iniciar este capítulo. Dado que no he sabido decidirme por una u otra, he colocado las dos. Ahora me toca decidir cuál de ellas tomo para seguir el hilo. No me preocupa. La creación literaria es la más libre y soberana de todas la actividades humanas. Solo en ella se te permite anunciar algo y realizar lo contrario, por ejemplo, cosa que, en cualquier otra actividad se considera intolerable y condenable, lo que no impide que muchos seres humanos (en especial los llamados electores o votantes) estén con frecuencia dispuestos a pasar por ello.

Prescindiendo de la fascinación que el mismo adjetivo “austrohúngaro” puede ejercer sobre la imaginación del lector, el fenómeno político que señala es de una originalidad incontestable. Continuador del poder de la dinastía Habsburgo, que fue la titular durante más de tres siglos del siempre virtual y ya fenecido Sacro Imperio Romano-Germánico, a mediados del siglo XIX el imperio austriaco se vio en la necesidad de estructurar y ordenar tanto sus extensos dominios como su razón de ser. Finalmente, entre negociaciones, acuerdos e imposiciones, en 1867 llegó a constituirse en el Imperio Austrohúngaro. Dos naciones, encarnadas en dos estados (Austria y Hungría) con sus respectivas leyes y parlamentos bajo el mismo soberano constituían el núcleo del invento, en el que también se incluían otras nacionalidades menos favorecidas. Total, unas quince nacionalidades, cuatro o cinco religiones y un buen puñado de lenguas y dialectos formaban aquel prodigioso ente político-social que, si no hubiese sido por la Gran Guerra que lo derribó, no sabemos qué alturas de perfección orgánica, o sea, irracional, hubiese alcanzado. Y es que hay que reconocer que todo aquello era bastante caótico.

Pero nadie como el mismo Musil para explicarnos ciertos aspectos de la singularidad autrohúngara:

Según la Constitución el Estado era liberal, pero tenía un gobierno clerical. El gobierno era clerical pero el espíritu liberal reinaba en el país. Ante la ley, todos los ciudadanos eran iguales, pero no todos eran igualmente ciudadanos. Existía un Parlamento que hacía uso tan excesivo de su libertad que casi siempre estaba cerrado; pero había una ley para los estados de emergencia con cuya ayuda se salía de apuros sin Parlamento, y cada vez que volvía de nuevo a reinar la conformidad con el absolutismo, ordenaba la Corona que se continuase gobernando democráticamente.

Y sin embargo, desde el punto de vista histórico, constituyó el marco perfecto en el que la burguesía centroeuropea pudo alcanzar su cénit – cosa que también alcanzaba por entonces la francesa, por cierto, no obstante su propio marco político nada caótico y perfectamente estructurado.

Y no solo la burguesía, también la inteligencia y las artes tuvieron un desarrollo extraordinario durante toda la etapa austrohúngara. Hasta el extremo de que, visto desde aquí y ahora, resulta difícil entender aquella coexistencia entre lo mejor y más profundo de la cultura mundial y la rutilante escenografía de opereta de la esfera oficial. Basta pensar en músicos como Mahler, Schoenberg, Berg, Webern; científicos como Boltzmann, Mach, Mendel, Freud, Adler; escritores como Schnitzler, Kraus, Hoffmansthal, Broch, Rilke, Kafka, Roth, Zweig y Musil, que es quien nos ha traído hasta aquí y uno de los que dio cuenta literaria de la desaparición de aquel mundo. Dato a tener en cuenta es que muchos de los mencionados y otros que no se mencionan solo vivieron bajo Austrohungría una parte de sus vidas, pero esto no fue en general por propia iniciativa, sino por los imperativos histórico-políticos que les cayeron encima.

En su obra fundamental El hombre sin atributos, también traducido “sin cualidades”, Musil traza un cuadro, como se suele decir, de la sociedad austrohúngara en puertas del hundimiento del ente político que la cobijaba. El protagonista es Ulrich, el hombre sin cualidades. Expresión que, a la vista del relato, no quiere decir que no las posea, sino que no las ejerce porque no le son de utilidad en un mundo en el que transita como mero espectador. (Continúa)

(De Los libros de mi vida)

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