Rodion Raskólnikov es un joven estudiante. Alto, flaco, nervioso, enfermizo, pobre. Ni siquiera tiene dinero para proseguir sus estudios. Su madre apenas tiene para alimentarse y la hermana ha de trabajar de sirvienta, sufriendo las humillaciones y abusos habituales en el oficio. El joven vive en una habitación miserable que hace tiempo que no paga. Su cabeza, febril y mal alimentada, es un hervidero de ideas.
Vive en el barrio una anciana mujer que se dedica a la usura. Pero ¿por qué y para qué vive?
Decidido. Un solo golpe será suficiente. Se suprime una alimaña para ayudar a las buenas personas que sufren… Sí, pero ¿y la ley? ¿Y la conciencia? Bah, no nos dejemos engañar. Eso no está hecho para todos. La historia ha demostrado sobradamente que hay dos tipos de seres humanos: los que forman el rebaño, que han nacido para obedecer y acatar las leyes, y los elegidos, que están por encima de las leyes, que ellos mismos cambian cuando se ha de dar un nuevo impulso a las sociedades. Los elegidos saben que, precisamente en bien de la humanidad, a veces hay que obrar en contra de lo que en su momento establece la ley del rebaño; que, si hay víctimas, no habrán de pesar sobre su conciencia, pues la
Lo curioso de estas argumentaciones de Raskólnikov es que, omitiendo toda relación con el asesinato de la vieja, las desarrolla ante el juez de instrucción encargado de investigar el crimen. Y es que, ante una pregunta del juez sobre un artículo que había publicado en una revista, expone gustoso – y cuidadoso también, en lo que puede – toda su teoría. Es decir, que el criminal va dando pistas motu propio sobre su crimen. ¿Cómo se entiende?
Ocurre que hay ciertos aspectos que Raskólnikov no ha contemplado al planear el crimen. Ha previsto los detalles de la ejecución, las medidas a adoptar para ocultar su autoría y eludir la acción de la justicia. Y aunque en todo esto surgen imprevistos y comete errores, lo más grave no se refiere a la ejecución material del hecho en sí, lo realmente grave, lo que Raskólnikov no pudo prever y que se revelará como esencial para arruinar todo el invento, es que, una vez cometido el crimen, él ya no será el mismo.
El ser humano – y esto ya son divagaciones mías, y quizá también del protagonista, no recuerdo bien – no es una máquina que debidamente manipulada da los resultados previstos, de una manera exacta y necesaria, sin que su esencia se altere en absoluto. La pistola que dispara una bala, sigue siendo la misma arma de antes de disparar. La persona que actúa contra el núcleo de lo que lleva adentro, ya no puede ser la misma después del
Esto lo advierte Raskólnikov con angustia y terror en su actitud ante madre y hermana. Estas personas, que le eran tan queridas, a partir del crimen se le tornan insoportables; no puede verlas, huye de ellas. Y también, entre otros aspectos menores, en sus relaciones con el juez.
A lo largo de muchas páginas se desarrolla un diálogo entre criminal e investigador, que no dudo en calificar como uno de los más brillantes de la literatura universal. No solo constituye un ejemplo admirable de penetración psicológica, en el que pronto habían de beber los psicólogos profesionales, como el mismo Freud, sino que inaugura un género – el de la novela policíaca psicológica – con una maestría creo que insuperable.
Aunque narrada toda la novela desde el punto de vista del autor omnisciente, no hay duda de que el enfoque principal es el de Raskólnikov – el autor empezó una versión narrada en primera persona, que abandonó por la definitiva -, por lo que solo conocemos de verdad sus propias impresiones, hecho que contribuye a dar mayor interés, mayor suspense, a los diálogos entre ambos. En efecto, Raskólnikov no sabe si el juez lo considera culpable, a veces cree que sí, a veces que no. Y también el lector ignora lo que piensa el juez, solo sabe lo que dice, muy al contrario de lo que ocurre con Raskólnikov, del que continuamente tenemos noticia de las vacilaciones y pensamientos secretos – “no debía haber dicho esto”, “¿por qué me he puesto ahora nervioso?.”, etc – con que acompaña su exhibición de aparente seguridad y de poderío intelectual.
Finalmente, cuando parece que el juez ve clara la culpabilidad de Raskólnikov, surge un extraño personaje que se inculpa – he de advertir que, desde cierto punto de vista, todos los personajes de Dostoyevski son extraños -, con lo que queda asegurada la impunidad del verdadero asesino. Pero la cosa no puede acabar ahí. Todos los esfuerzos inconscientes que, desde los sótanos de la personalidad, pugnan por alcanzar el castigo no pueden quedar en nada. De manera que, incitado por su querida Sonia – prostituta y santa -, Raskólnikov confiesa el crimen.
Creo que la redención final es más producto de la presión moral de la época. Él publicó en los periódicos sus novelas por entregas. Así eran muy populares. Posiblemente el mismo editor le recomendó un final con moralina.
Es posible. De todos modos el autor tenía un lado muy conservador (junto con otros muchos). ¿Has leído la segunda parte de la entrada?
Antonio, no te demores mucho en la siguiente entrega, me has dejado con la miel en los labios. Me está encantando.
Gracias, Jesús. Espero que no te decepcione la segunda parte. A mí, un poco. He de aprender a soltar lastre biográfico.