¿Y por qué estaba yo estudiando leyes en el ecuador de mis dieciocho años? Buena pregunta. Y fácil respuesta. Por delicadeza, por no contrariar, es decir, por debilidad. Me explico.
Aunque en aquella edad yo no tenía idea de a qué me iba a dedicar en la vida, una cosa sí tenía clara: que lo mío eran las letras. Me gustaba leer y pensar y escribir, y lo demás me importaba un rábano, o casi. Y en la pobre oferta universitaria que se abría ante mí, solo había una carrera levemente emparentada con esas aficiones. Se llamaba “Filosofía y letras”, y por lo que yo recuerdo – o quizá por lo que se decía – la estudiaban mayormente curas, monjas, chicas y algunos muchachitos de virilidad dudosa. Pese a todo, si yo había de elegir una carrera, era evidente que no podía ser otra que ésa. Así que cuando mi padre me preguntó qué había pensado al respecto, le contesté sin vacilar… estudiar derecho.
Y es que él era una persona tan práctica y tan realista como todas las que han tenido que salir adelante por sus propios medios, y yo sabía que si le hablaba de “filosofía y letras” me compadecería o quizá se disgustaría, y no quería provocarle ninguno de estos sentimientos. Pero mi esfuerzo no sé si sirvió de mucho, porque creo que tampoco le entusiasmó la elección. Quizá adivinaba que yo no había nacido para abogado – cosa que seguramente estaba a la vista -, pero aceptó sin rechistar, quiero decir, pagando la matrícula, los libros y demás gastos. De haber resultado esta elección desastrosa para mi futuro, que no lo fue, podría aplicarme el dicho del poeta par délicatesse j’ai perdu ma vie.
Y no fue ésa la única ocasión en que, por no molestar, no seguí la vía que yo mismo consideraba correcta. Pero en ningún caso ha habido consecuencias graves, sino que en todos el destino me ha seguido llevando por donde sin duda tenía que ir.
El cambio fue brusco, pero necesario. Fue como pasar del parque infantil, no al mundo
Pero la libertad asociada a la juventud extrema, puede tener efectos explosivos. No fue el caso. Porque mi exterior se mantuvo siempre muy modosito. Muy diferente lo interior, donde, concluida la paz infantil, la guerra que se había iniciado en los albores de la adolescencia se iba extendiendo por diversos frentes: las doctrinas políticas impuestas, nunca interiorizadas, acabaron de disolverse rápidamente; el catolicismo, mucho más arraigado, empezó a tambalearse; el furor adolescente – necesidad de sexo y de puro amor infinito – se sublimaba en parte en tiernos y tristes versos justamente olvidados. Y un frente nuevo surgió de repente: el deseo de gloria eterna, el afán de inmortalidad, de una inmortalidad como aquella que habían alcanzado los genios del pensamiento y de las letras. Extraño afán en un joven de timidez casi patológica que, preso de terror escénico, procuraba pasar inadvertido en sociedad.
Contradicciones, erupciones (sin faltar el antipático acné juvenil), luchas internas, desorientación, necesidad de guía, anhelos inexpresables, sentimiento de vacío…
Ante las tormentas de la vida nada mejor que un estoicismo bien entendido, ése que te aconseja revestirte de palo y proclamar “ahí me las den todas”. Es lo que yo encontré en Séneca: un consuelo, una fuerza, una coraza, además de una nueva senda en la selva todavía inexplorada del pensamiento universal. (continuará)
Gostei muito do texto, Antonio. Uma boa narrativa de um jovem que cresceu, mesmo dentro do vazio que o curso de filosofía nao teve. Todavía tens provado teu brilho mesmo semo curso académico. Isto prova que quando temos um sonho grande demais, ele acontece de forma ou de outra, rompendo barreiras, demonstrando que um autoditada conquista aqueles resultados, tambem, que a Universidade propoe. Cumprimentos!
Gracias, Marly. Es un placer saber que me sigues leyendo. Y reflexionando tan acertadamente.