César Augusto, moralista

Pero volvamos al punto en que habíamos dejado el currículum del gran gobernante. La alianza con Antonio no duró mucho. Una nueva contienda civil dejó a César Octavio como dueño absoluto, de hecho, del mundo romano. No se proclamó rey, dignidad a la que eran profundamente alérgicos los romanos, sino marco antque, siguiendo el sabio ejemplo de su tío abuelo, fue acumulando los cargos públicos supremos de la república (cónsul, tribuno de la plebe, pontífice), hizo suyo el de imperator, que los soldados otorgaban por aclamación a sus jefes triunfantes (y que sirvió luego para designar los conceptos de “emperador” e “imperio”), y además recibió el nuevo título de Augusto (algo así como “consagrado” o “carismático”), que fue con el que finalmente pasó a la historia y, de aquí en adelante, a estas páginas.

No se puede negar que la política de Augusto fue sobre todo de pacificación y consolidación. No otra cosa deseaba el pueblo romano, harto ya de más de un siglo de guerras civiles y conflictos interiores. Así que, en este punto, los deseos del pueblo convergían con los intereses del gobernante: los hay que nacen con buena estrella. El mismo principio le guió en política exterior. No se trataba ya de seguir con las conquistas, sino de consolidar y asegurar lo conquistado, de manera que toda acción bélica (como la que dirigió personalmente contra los cántabros) tenía por objeto exclusivo la defensa de las fronteras.

En política interior, como ya he apuntado, respetó el juego aparente de las instituciones republicanas, considerándose tan sólo el primero de los senadores (princeps senatus) e incluso, en un momento dado, cuando acababa de consolidar su poder real, manifestó públicamente su intención de retirarse a la vida privada. Una comedia que obtuvo el éxito que se esperaba: el Senado le rogó que no lo hiciese, y el buen gobernante se resignó a seguir dirigiendo en solitario los destinos del pueblo romano.

Pero una grave preocupación le embargaba. Ese pueblo romano ¿dónde estaba? ¿cómo estaba? ¿Se parecía en algo a aquellas nobles gentes que pudieron contemplarse en el espejo de líderes como Escipión el Africano o Catón el Viejo? ¿Quedaba algo de sus virtudes? ¿Dónde estaba la gravitas, la dignitas, la pietas? Miraba a su alrededor y ¿qué veía? Una lucha sin cuartel por obtener riquezas y placeres a cualquier precio, con olvido total de las viejas virtudes. Degradación, promiscuidad sexual, divorcio, adulterio. Y en consecuencia, la raza romana en peligro de extinción. Esclavos, extranjeros, libertos e hijos de extranjeros sumaban un número muy superior al de romanos de pura sangre. Había que hacer algo. Y se puso a legislar.

La Lex Iulia de Maritandis Ordinibus, la Lex de Adulteris Coercendis y la Lex Papia Poppaea contenían una serie de disposiciones destinadas a promover el matrimonio y la procreación mediante estímulos sociales y el castigo de las actitudes contrarias, como el adulterio y el celibato (en este caso, aumentando los impuestos a los solteros). Esto, por lo que respecta al día a día de la vida social; en cuanto a la alta propaganda política, a la encarnación cultural de los nobles valores que preconizaba, Augusto tuvo la inmensa suerte de contar con una corte de poetas de gran valía dispuestos a cantar las glorias pasadas, presentes y futuras de Roma (o al menos a no cuestionarlas), el primero de los cuales, Virgilio, nos dejó una Eneida, que es al mismo tiempo una de las maravillas de la literatura universal y un eficaz instrumento de propaganda política. A veces, estas cosas ocurren.

Pero así como el empeño político-propagandístico alcanzó con creces sus objetivos, el moral-regeneracionista bien puede calificarse de fracaso, pues no sólo no consiguió restablecer las buenas costumbres en Roma, sino que la propia y única hija, Julia, fue el ejemplo más destacado de aquella inmoralidad (se decía que el número de sus amantes era infinito) que el padre se empeñaba en combatir. Hasta el extremo que tuvo que desterrarla de Roma.

Se comprende que un gobernante tan estricto, que no dudaba en castigar con dureza a su propia hija, mirase con muy malos ojos a un poeta que se permitía pasar de las consignas oficiales, cantando aquella vida “depravada” que tantos males podía infligir a la gloria de Roma. Además, es casi seguro que Augusto no veía (o no le hacían ver) en la poesía de Ovidio más que ese aspecto subversivo. Pero ¿tenía sensibilidad literaria el amo de Roma? (continúa en Cuando los políticos no eran analfabetos)

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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