Había allí algunas esculturas y otros objetos colocados sin ningún orden, como si aguardasen su ubicación definitiva. Una pieza me llamó enseguida la atención. Estaba situada junto a la pared opuesta a la puerta abierta de la sala. Era una imagen de la diosa Victoria, una Nike de la época dorada de la escultura griega. El peplo le caía hasta los tobillos; tenía las manos levantadas hacia adelante, la derecha casi cerrada y la izquierda, más elevada, con los dedos levemente curvados, ambas en posición de asir unas riendas inexistentes. Producía una contradictoria sensación de quietud y movimiento. Movimiento causante de que, caído levemente el vestido, el hombro derecho se ofreciese desnudo. La nariz casi seguía la línea de la frente. Las grandes alas, que arrancaban de la espalda, no turbaban la belleza y armonía del conjunto. Permanecí un rato contemplándola, absorto. De pronto, por la puerta abierta a mi espalda, me llegó un rumor de pasos. Cambié de posición para observar mejor el rostro de la diosa, y advertí que la figura de un hombre grueso y de elevada estatura se aproximaba. Permanecí inmóvil, con la mirada fija en la cabeza de la diosa.
– Bella imagen.
– Sí lo es – contesté sin desviar la vista de la estatua.
– Pero muy antigua.
– La antigüedad no está reñida con la belleza.
– Puede estar reñida con la verdad.
Lo miré. Vestía una larga túnica que le cubría hasta los pies. Una gran cruz le pendía de un amplio collar. Ostentaba una papada enorme, unos ojos pequeños y una apreciable calvicie. No tuve que pensar mucho para identificar al personaje. Como yo no respondiera, prosiguió:
– Y no tiene riendas con que gobernar. Ya no puede correr.
– Le quedan las alas. Puede volar.
– Sólo los ángeles del Señor tienen alas.
– ¿Y qué son los dioses, sino ángeles de la divinidad suprema?
Calló. Una mirada fría, dura, penetrante, como yo sólo había visto en algunos celosísimos agente públicos, me recorrió de arriba abajo.
– Sé quién eres, Décimo Magno Ausonio. Te conozco por tus obras y por tu fama. Admiro la perfección de tus obras, pero me asombra su vaciedad. Y estas palabras tuyas confirman lo que tu fama propaga: que, aunque cristiano de nombre, eres infiel de corazón y que a espaldas de nuestro Augusto, a quien deberías la máxima lealtad, haces causa común con los enemigos de Cristo.
– Te equivocas, Ambrosio, también tu fama me impide ignorar tu nombre, te equivocas porque yo no soy enemigo de nadie y mucho menos de Cristo, cuya doctrina de amor y humildad es la ética más sublime de todos los tiempos.
– Sólo un enemigo de Cristo puede comparar los ángeles con los dioses.
– Paciencia, Ambrosio. A los dioses, siempre los hemos tenido con nosotros. Roma creció al amparo de su religión, y a la sombra de esos dioses dominó al mundo. Y cuesta acostumbrarse a una nueva manera de pensar y de hablar. Al fin y al cabo, todo aquello que los hombres adoran debemos considerarlo como un sólo y único ser. Todos contemplamos los mismos astros, el cielo nos es común y el mismo Universo nos envuelve. ¿Qué importa entonces la filosofía con que cada uno busca la verdad? A tan gran secreto no se puede llegar por un sólo camino.
– A tan secreto, dices, no se puede llegar por un sólo camino. Escucha, Ausonio, y cuando digo Ausonio digo Símaco y digo Pretextato y digo quienquiera que piense como vosotros. Lo que vosotros ignoráis, lo hemos aprendido nosotros de la boca del propio Dios; lo que vosotros buscáis por medio de conjeturas, nosotros lo poseemos con certeza por haberlo aprendido de la sabiduría y de la verdad de Dios. Vuestros métodos no son los nuestros.
A los pocos días abandoné Mediolanum. No quería participar en una batalla que ya sabía perdida.
(De La ciudad y el reino)