El Mosén II

Durante la comida permaneció en silencio. En repetidas ocasiones Laura intentó sacarle de su mutismo, pero sin éxito. Esto tenía su lado bueno, ya que nos permitía, a los tres seglares, mantener una animada conversación, como si en realidad no hubiese nadie más. Pero ahí estaba él, con su inquietante y silenciosa negritud. La conversación giraba sobre un tema principal: cómo había cambiado Barcelona en estos años. Estábamos ya en el café, que decidimos tomar en la misma mesa, cuando, en lo más animado de la charla…

 Jo he estat sempre un súbdit lleial del senyor bisbe! – tronó la voz grave y pastosa del Mosén.

 Creo que una misma sensación de pánico nos sobrecogió a los tres. La mirada del Mosén estaba fija en algún punto del vacío. Laura fue la más rápida en reaccionar.

 – Què diu, Mossèn? – , dijo, posando cariñosamente la mano sobre el brazo del sacerdote.

 Pero la mirada del hombre seguía fija en aquel punto del vacío.

 Mossèn, ha d’agafar el tren, oi? Ara l’acompanyem – fue la expeditiva intervención de David.

 Volen fer-me passar per boig. On és la caritat? – exclamó desde su mundo el Mosén.

despachoDavid me hizo una señal y los dos nos levantamos. Me llevó al despacho-biblioteca y ahí me dijo que lo mejor sería que le acompañásemos a la estación. Eran más de las cinco y normalmente cogía el tren de las seis hacia Vic, donde vivía en una residencia de sacerdotes. ¿Acompañarle? ¿Los tres? objeté yo. ¿Para qué sacar a Laura o a él mismo de casa, con la tarde de perros que hacía?

 -No, no, vosotros os quedáis, ya le acompañaré yo solo.

 Y al pronunciar estas palabras comprendí que no me las dictaba la cortesía, ni la amabilidad. Era una curiosidad fortísima lo que de pronto se me había despertado, o mejor, una atracción irresistible. Estaba absolutamente conmocionado, totalmente subyugado por la personalidad del Mosén, quería conocerlo, conocerlo…

Regresamos al comedor. Laura fue a buscarle la capa (muy negra, por supuesto), que le colocó delicadamente, y entre los tres le acompañamos, o mejor dicho, le empujamos suavemente hacia la puerta. Yo me despedí de mis anfitriones, agradeciéndoles sus gentilezas, y les prometí que nos volveríamos a ver antes de mi partida.

Caminamos un breve trecho en silencio. Hasta que el Mosén se detuvo, volvió ligeramente el rostro para mirarme y dijo:

 -Usted es extranjero. Alemán, ¿no?

– Sí, pero entiendo bien el catalán. Por mí no se preocupe.

– Usted no puede entender lo que pasa aquí – prosiguió en español, haciendo caso omiso de mi observación.

– Bueno, no sé…no sé a qué se refiere.

 Seguimos caminando.

 – He viajado por Alemania – dijo -. Allá todo es muy diferente, cada cual sabe dónde está y lo que es, incluso los equivocados protestantes…nadie hiere a sus propios hijos.

– No crea. A veces idealizamos lo que no conocemos bien. Si viviese en mi país…

– Mi país es el llano de Vic – interrumpió -. Nací en uno de sus pueblos y conozco la comarca como la palma de mi mano. Ésa es mi tierra, y Cataluña mi patria. También amo a España, nación de mis santos preferidos, Teresa y Juan, y la conozco bien, de Cádiz a Santander, y he cruzado el océano en muchas ocasiones. Una vez, al ver de lejos las claras siluetas de las Canarias, soñé con aquél continente perdido del que sólo queda el Teide, dedo de su mano de hierro, que parece decir al mundo: la Atlántida estuvo aquí.

– Usted es poeta, ¿no es cierto?

– En Cataluña, en España, en Francia, en toda Europa, ha sido celebrada mi obra como una de las más grandes de este siglo.

Estaba claro que algo no funcionaba en su cabeza. Quizá era sólo un pobre trastornado. Quizá toda aquella curiosidad, aquella irresistible atracción que había sentido por él en casa de David no estaba justificada en absoluto. Lo mejor sería embarcarlo cuanto antes en el tren de Vic. Ya estábamos en la plaza Cataluña.

 – Por ahí se baja a la estación, ¿no? – dije, señalando el acceso por donde se desciende a las líneas del metro y de los trenes de cercanías.

– Usted bromea, señor – y señalando con su mano por toda la amplitud de la plaza, en uno de cuyos ángulos nos encontrábamos, dijo -, aquí no hay ninguna estación.

 La cosa iba de mal en peor.

 – Le aseguro que sí, Mosén. Aunque hace tiempo que no he estado en Barcelona, sé que ahí está la estación, y David me lo ha confirmado.

 Me miró con aquellos ojos oscuros, que parecían asomar de lejanas profundidades.

 – No sé quién es David ni lo que usted pretende…si es que no es uno de ellos.

– ¿De ellos? No le entiendo, Mosén, lo único que sé es que usted se ha de marchar a Vic, y sólo pretendo acompañarle hasta el tren.

Déu del cel! Déu del cel! – exclamó el Mosén dirigiendo la vista a las alturas -. Todo es posible. Pero no lo conseguirán. Señor mío, no voy a ir a Vic, y dígale a quien le envía y quizá le ha pagado que no se saldrá con la suya, hi ha un Déu!  (continúa)

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

1 comentario

Archivado bajo Opus meum

Una respuesta a “El Mosén II

Deja un comentarioCancelar respuesta