El Mosén III

¿Estaba paranoico el Mosén? Todo parecía indicar que sí. Pero también era posible que, detrás de aquel trastorno, palpitase una historia real, quizá tremenda, en todo caso digna de salir a la luz.

– Le aseguro, Mosén, que nadie me ha enviado y que no tengo ningún interés personal en que se vaya o se quede, aquí o donde le apetezca.

Me miró fijamente a los ojos, y sus labios esbozaron lo que parecía una sonrisa.

– Usted dispense, señor. Le creo, sí le creo. Es evidente que no se parece en nada a mis enemigos.

– ¿Pero adónde piensa ir? ¿Tiene residencia en Barcelona?

– Tengo mucho que hacer aquí. Ellos piensan que ya me he doblegado, que me he dado por vencido. Se equivocan. Yo no puedo abandonar a los míos, y mucho menos en estos momentos, cuando somos el brazo de Dios en su eterna lucha contra el Demonio. Sígame.

Empezó a caminar con una agilidad sorprendente. Cruzamos la plaza en diagonal y llegamos a la embocadura de las Ramblas. A pesar de la humedad y el frío, y de la noche que ya se imponía sin matices, el paseo estaba muy concurrido y animado. Parecía difícil abrirse camino entre aquella multitud. Pero el Mosén avanzaba rápido y ligero, con la seguridad del sonámbulo. Íbamos en silencio. De pronto, se detuvo y me señaló el edificio de la derecha, una espléndida iglesia barroca del XVII.

– Ahí, ése es el último refugio de mi vida sacerdotal. Ahí siento cada día la piedad del pueblo, y las maravillas con que Dios nuestro señor se digna regalarnos.

– Pero usted, ¿no vive en Vic?

– Y enfrente – sin responder a mi pregunta, señalaba el edificio del otro lado del paseo -, el poder de la riqueza. Ahí, en ese palacio, consumí dieciséis años de mi vida, dieciocho en total al servicio del marqués y de su familia. El padre me había llamado, y el hijo, después de años de mutuo entendimiento y hasta de amistad, me arrojó a la calle como quien expulsa a un perro sarnoso.

Aquellas palabras despertaron en mi memoria ecos de una vieja historia que conocí hace tiempo. Pero no era momento para averiguaciones. Nos desviamos a la izquierda y entramos en la calle Portaferrisa, a la que da una de las fachadas del mismo palacio.

– Venga por aquí, por la acera, pegados a la pared del edificio. Así nadie nos podrá ver desde los ventanales.

Seguí sus instrucciones. Y pasamos ante un amplio portal, que él salvó casi de un salto. En ese instante pude ver una gran placa que identificaba el edificio como sede de una institución oficial.

– Y dice que aquí vive…

– El marqués, don Claudio.

Pasado el palacio, el Mosén aminoró el paso. También en aquella calle, estrecha, el gentío era considerable. Sábado por la tarde, los comercios, que se sucedían a ambos lados de la calle, lucían sus escaparates, ofreciendo al paseante sus artículos. Llegamos a un gran espacio abierto, una plaza irregular que mostraba, a la derecha, las murallas de la entrada de la antigua ciudad romana, y un poco más allá, en lo alto de unas escalinatas, la catedral. El Mosén se detuvo, y yo con él. Y como si reanudase un relato interrumpido, dijo:

– Primero dos años en sus barcos, navegando entre España y Cuba. Luego en palacio, ejerciendo de capellán de la familia y de limosnero. La muerte del padre, don Antonio, más bien reforzó mis lazos con el hijo. Tenía toda su confianza, incluso emprendí largos viajes en su compañía. Eran además, años de grandes satisfacciones para mí, quiero decir, para el poeta. Homenajes, reconocimientos, premios, contactos con los grandes escritores de España y Francia. La vida me daba demasiado, más de lo que había pedido. Debía haberlo previsto. Aquel día que el obispo puso el laurel sobre mi cabeza, coronándome como poeta nacional de Cataluña, lo presentí. Tengo demasiada fe en las coronas que pone Jesucristo a sus fieles, para creer en las de esta vida miserable, que siempre se deshojan, cuando no se convierten en coronas de espinas. Y en efecto, siete años después, los mismos que me habían ofrecido el laurel me tenían preparadas las espinas. Llevando yo mi vida de siempre y cumpliendo mis obligaciones como siempre, un día me llamó don Claudio y me abrumó con reproches: que, como limosnero, malgastaba el dinero con gente indeseable, que me dejaba influir demasiado por ciertos individuos que se aprovechaban de mí, que había llegado a sus oído que participaba en prácticas espiritistas, que sin duda mi salud flojeaba de nuevo, que lo mejor sería que me retirase a algún lugar adecuado para descansar. Y enseguida el obispo, obediente al poder del dinero, me ordenó que me trasladase a un santuario próximo a Vic y me comunicó que ya tenía plaza para mí en el asilo de sacerdotes. Ese asilo es de hecho un manicomio, señor, ¡un manicomio! ¡Quieren hacerme pasar por loco! Y yo no lo estoy. Pero si no estoy loco, qué mejor manera para lograr que enloquezca que encerrarme en un manicomio, donde en contacto con lo pobres enfermos por fuerza tenía que enfermar yo. Y entonces podrían decir, ¡veis como teníamos razón, que está loco! Pero, a los dos años de vida retirada en el santuario, me escapé, sí, me escapé a Barcelona. ¿Desobediente? Pues muy contento estoy de haberlo sido en ese caso, ya que, de ser obediente, hubiese infringido el quinto mandamiento que dice “no matarás”, porque obedecer habría sido la muerte para mí. Ellos quieren eliminarme, y cuando digo ellos digo el obispo y dos que fueron grandes amigos, uno de ellos mi primo, y por encima de todos el marqués, que ordena y manda con la autoridad que le dan sus riquezas. Yo veía en las limosnas el remedio de todos los males sociales, pero él sólo veía que sus arcas se vaciaban…un poquito. Y que su limosnero se trataba con gente que no era de su agrado. Espiritistas… infame calumnia. Los verdaderos espiritistas publicaron en un periódico, motu proprio, gesto que les honra, que ni yo era uno de los suyos ni sabían nada de mí. Déu meu!, que los millones acumulados en tan pocos años no sirvan para socorrer las necesidades de los desgraciados es un mal que engendra miles de males en la sociedad, el anarquismo, el socialismo… Porque yo le digo, señor, y esto no es una opinión sino la triste realidad, que de todas las artes que causan el mal en la tierra la peor y más horrorosa de todas es oprimir a los pobres. Precisamente la supresión de las limosnas coincidió… (continúa)

 (De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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