1. Goethe parodia aquí la tradición astrológica de las biografías renacentistas.
(De Poesía y verdad, de J.W. Goethe; traducción y nota de Rosa Sala Rose)
1. Goethe parodia aquí la tradición astrológica de las biografías renacentistas.
(De Poesía y verdad, de J.W. Goethe; traducción y nota de Rosa Sala Rose)
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Nos fuimos. Era absurdo, decía mi madre, que pasásemos la noche en el pasillo. Nos llamaría en cuanto ocurriera algún cambio; pero, por el momento, él dormía.
Llegados a casa, no nos habíamos quitado todavía los impermeables mojados cuando sonó el teléfono.
“Tengo que comunicarle”, me dijo el médico, “que su padre acaba de fallecer”.
El reloj marcaba las ocho y diez minutos. Había fallecido mientras dormía.
(De El último año de mi padre, de Erika Mann; trad. Andrés Sánchez Pascual)
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“¿A cuánto estamos?”
“A 22, Excelencia.”
“Entonces ha empezado ya la primavera y nos podremos reponer pronto».
Dan las nueve. Se sienta nuevamente en la butaca, junto a su cama, y, después de haber dedicado a la lucha de la vida ocho decenios, dedica a la lucha con la muerte una mañana; cae finalmente en un sueño ligero durante el cual sueña hablando. Sus amigos oyen:
“¡Qué hermosa cabeza de mujer!… Con bucles negros…¡qué espléndidos colores… sobre un fondo sombrío!…”
Luego dice:
“Pero abran las persianas, que entre más luz…”
Y después:
“Federico, dame esa carpeta que está ahí con los dibujos…no, el libro no, la carpeta…”; – y como no
A las diez pide un poco de vino. Luego, deja de hablar. Pero aún mira una vez a Odilia, y he aquí las últimas palabras de Goethe:
“Ven, hijita, dame la patita.”
Mas el espíritu aún no se había apagado, pues – medio dormido ya – empezó con el dedo corazón de la mano derecha a trazar signos en el aire, hasta que la mano fue cayendo lentamente… Se creyó reconocer en el primero la letra W.
Después, se arrellanó cómodamente en su butaca y desapareció a la misma hora en que había nacido: cerca del mediodía…
(De Goethe. Historia de un hombre, por Emil Ludwig. Traducción, Ricardo Baeza. Editorial Juventud S.A. Barcelona, 1932)
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Todavía en el ejército, dirigió la revista L’Italia Militare. Y digo “todavía” porque, con la publicación de unas novelas cortas y de unos recuerdos de la vida militar, le cogió tanto gusto a la cosa de escribir que, a los veinticinco años, dejó el ejército para dedicarse exclusivamente a las letras, sobre todo, al principio, a la literatura de viajes. Londres, Marruecos, Constantinopla y España (aquí, durante el breve reinado de Amadeo de Saboya) fueron algunos de los lugares objeto de sus crónicas.
Pero su fama de escritor le llegaría tras la publicación de las novelas Un amigo y Corazón (1886), esa que escribió pensando en mí y en millones de niños como yo, y que yo le agradezco y le agradeceré siempre. El libro alcanzó un éxito inmediato y, en poco tiempo, se tradujo a casi todos los idiomas europeos.
Parece que fue la inmersión en el mundo de la educación infantil, necesaria para la escritura de Corazón, lo que avivó en él su interés por los problemas de la enseñanza en general y de la educación de las clases populares en particular, y este interés o preocupación por los problemas sociales le llevó a posturas cada vez más radicales hasta ingresar en el partido socialista. El nacionalismo ingenuo quedaba atrás. Pero solo un poco atrás. Porque De Amicis nunca renegó del patriotismo ni de su pasado militar.
Pero si una constante hay en la obra de De Amicis, es aquella especie de ingenua ostentación de los buenos sentimientos. El niño rico ayuda al pobre, el inteligente al torpe; el maestro enseña que no se debe menospreciar a nadie por su condición social; el padre aconseja al hijo sobre valores tales como el trabajo, el esfuerzo, el patriotismo. Y es que todos se sienten hermanos, como hijos orgullosos que son de la madre Italia.
¿Y Dios?… Ni está ni se le espera. Como tampoco la Iglesia ni el Demonio. Este detalle, esta ausencia, constituye el muro – y sin embargo, para mí entonces inadvertido – que separaba aquel mundo infantil del mío. Ausencia que no pasó desapercibida a los administradores y seguidores de la trilogía mencionada, y que le valdría al autor la sospecha de masón, cosa, por otra parte, que no estaba mal vista por la mitad avanzada y dominante de la Italia de la época.
Detalles aparte, lo cierto es que Corazón, con su derroche de humanidad y de buenos sentimientos fue la mejor introducción que pude tener a la lectura y al mundo.
Del autor no sabía nada. Ni cuando lo leí, ni cuando lo releí, ni en el
De Amicis es y será siempre para mí el escritor de los buenos sentimientos, el mago que mostró a un niño de ocho años los aspectos amables de la vida, entre ellos – el más grande – el prodigio de leer.
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Se llamaba Edmondo De Amicis y era italiano. Amaneció en casa la mañana de Reyes de 1948, junto con algunos juguetes en principio más ilusionantes para los pequeños que la habitábamos. Yo apenas hacía dos años que había aprendido a leer y aquél era el primer libro serio (no cuento infantil) que caía en mis manos.
Corazón (Cuore) era el título y lucía una presentación perfecta, obra de Ediciones Peuser, de Buenos Aires. La letra grande, clara; los espacios, generosos; las ilustraciones, cautivadoras, sugerentes, unas en negro, en las páginas del mismo texto y otras en color, en láminas insertadas; la traducción, correcta, con algunos italianismos o argentinismos muy comprensibles. Naturalmente, estas observaciones no corresponden a la época en que leí el libro por primera vez; son fruto de posteriores lecturas.
Lo que quizá me atrajo cuando me asomé por primera vez al libro fue la similitud entre lo que en él se cuenta y lo que yo vivía entonces. Similitud relativa, cierto, y hasta a veces inexistente, sobre todo visto el asunto desde aquí y ahora, pero suficiente para encandilar a un niño de ocho años.
Corazón consiste en el diario que escribe un niño de nueve años, Enrico Bottini, contando sus experiencias escolares: los maestros y sus enseñanzas, los padres y sus consejos, los compañeros, las familias de algunos compañeros, las historias que se van intercalando (una de ellas, De los Apeninos a los Andes, había de alcanzar popularidad extraliteraria gracias a la televisión y a los dibujos made in Japan, con el nombre de Marco).
Sí, las experiencias que yo vivía en aquel momento guardaban cierto parecido con las que s
La verdad era que la España de la década de los cuarenta del siglo pasado no se parecía en nada a la Italia de la década de los ochenta del siglo XIX, años en que se escribió el libro. Y era normal. Aquella España acababa de salir de una guerra fratricida, tras la que se había impuesto la parte menos humanista y progresista del país, por decirlo de alguna manera. Aquella Italia hacía poco más de una década que, tras episodios también sangrientos, había conseguido la unidad de las tierras y pueblos de la península y se había constituido en un Estado-Nación, del que prácticamente todos, con independencia de ideologías o credos, se sentían orgullosos.
Había nacido el patriotismo italiano. El más joven de Europa. Y, como todo lo joven, quizá el más limpio y espontáneo. En ese ambiente vivió y escribió el autor de Corazón. (continúa)
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He decidido poner fin a esta situación, olvidarme un poco de este sistema de comunicación instantánea y ponerme a construir un libro. Una obra.
Para ello, he retomado una vieja idea: escribir una especie de ensayo en el que vayan de la mano los comentarios de los libros y autores que más me han influido, junto con alguna pincelada del momento, personal y social, en que los leí.
Un título se me impuso enseguida: Los libros en mi vida. Lamentablemente ya lo había utilizado Henry Miller en su interesante The books in my life. No es que yo crea que los títulos – y aún menos los tan obvios y funcionales como éste – puedan ser objeto de apropiación exclusiva, pero preferiría algo más propio, más original. Al final di con uno: Mis escritores vivos. La verdad es que no me convence, pero mientras no se me ocurra nada mejor, ahí está.
La obra no la imagino – porque de momento todo es imaginación – como un sesudo ensayo literario, ni como un pretexto para colocar recuerdos (memorias) de un tipo anecdóticamente tan poco interesante como yo. Más bien la imagino como un distendido ejercicio de nostalgia y de homenaje a aquellas personas que me acompañaron en mi caminar ideal por el mundo. En cuanto al tono, solo pretendo conservar, depurar y en definitiva mejorar, el que utilicé en mi última obra publicada, rebajando un poco lo desenfadado y «gracioso» del texto en cuestión. Los que hayan leído Del suicidio considerado como una de las bellas artes sabrán a qué me refiero.
Y como despedida, una cita que le va a mi propósito como anillo al dedo:
«Que otros se enorgullezcan por lo que han escrito, yo me enorgullezco por lo que he leído» J.L. Borges
(Modificado en Los libros de mi vida (corregido) )
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No hay en la vida ninguna situación tan mala que no pueda empeorar. El año 1811 no se presentó con buenas perspectivas. Por una serie de coincidencias, sus buenos amigos y amigas desaparecieron del horizonte, la revista berlinesa dio los últimos estertores a manos de la censura, la necesidad de sobrevivir le impulsó a mendigar la readmisión en el ejército, pero, antes de que ésta y otras súplicas similares encaminadas a obtener un empleo tuviesen respuesta, lo peor abrió sus negras fauces.
En septiembre visitó a su familia en Frankfurt del Oder. Allí tuvo que oir de sus dos hermanas lo que no quería decirse a sí mismo: eres un fracasado, Heinrich, no sirves para nada; has desaprovechado todas las oportunidades que has tenido de prosperar en el ejército o en la administración, y total, ¿para qué? Tus escritos no interesan a nadie; no tienes sentido de la responsabilidad, ni contigo ni con tu familia; has conseguido que nos avergoncemos de ti, Heinrich, eres un inútil, un fracasado.
Llamar a una persona, a cualquier persona, “inútil” o “fracasado” siempre es un crimen. Pero
Entonces fue dando forma a la vaga idea que, ya hacía tiempo, le andaba rondando: acabar con todo, terminar. Pero no quería partir sólo. Al final, encontró lo que buscaba: un alma sensible y también desesperada. Se llamaba Henriette Vogel, estaba casada, no era bella y
Cuenta Adam Müller que, a la mañana siguiente, salieron a dar un paseo y se hicieron servir unas tazas de café al lado mismo del lago. Poco después se oyeron unas detonaciones. Kleist había disparado a Henriette en el pecho, y después a sí mismo en la boca.
No estaban enamorados. No fue un suicidio romántico en el sentido trivial del término. Y quizá tampoco en su sentido propio. Eran criaturas condenadas, a las que la vida negaba el derecho de continuar. Desahuciadas. Ella, por la enfermedad del cuerpo; él, por la enfermedad del alma, pero sobre todo, por la infinita mediocridad que gobierna el mundo.
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La historia del señor X no es muy edificante. En realidad, no es edificante en absoluto, quiero decir que no sirve como ejemplo moral, ni tampoco como contraejemplo que haya que evitar. Es la historia de una persona normal, que tenía un
En la vida no le fue mal, o al menos lo justo para poder expresarlo así. Admiraba los logros de los demás, mientras pensaba de buena fe que él carecía de méritos suficientes para emularlos. Quizá, muy en el fondo de sí mismo, lo que en realidad rumiaba era que, no pudiendo alcanzar los frutos más altos, no tenía por qué rebajarse a recolectar los más bajos. (De ser esto verdad, no se podría hablar entonces de modestia, sino más bien de un orgullo desmesurado… con lo cual se arruinaría la intención de este artículo. Olvidémoslo).
Su vida profesional fue discurriendo por discretos segundos planos. Siempre en puestos intermedios, solía ser un consejero apreciado por sus superiores. De hecho, una de sus actividades principales consistía en redactar los discursos, luego muy aplaudidos, de ciertas personalidades públicas. También se había dedicado a escribir las memorias de algunos personajes tan célebres como desmemoriados. Pero lo que de verdad le atraía era la buena literatura. Montones de manuscritos, cuya existencia conocían sólo algunos amigos, daban fe de ello.
Con los años, fue mejorando su visión del mundo y, sobre todo, de sí mismo. Fue comprendiendo que quizá no era él tan malo y los otros tan buenos, que tal vez en el ascenso social y la obtención de la fama, además del valor de la obra, jugaban otros factores cuyos mecanismos ignoraba por completo. Y, poco a poco, se fue haciendo la luz. Hasta que llegó a ver tan claro que un buen día estalló.
Olvidaba decir que el señor X vivió en la Francia del siglo XVIII, y que fue el escritor Chamfort quien levantó acta del célebre estallido:
Hay una modestia de mala clase, basada en la ignorancia, que a veces perjudica a ciertos caracteres superiores, manteniéndolos en una especie de mediocridad. Esto me recuerda la frase que dijo en un almuerzo, a gente de la corte, un hombre de reconocido mérito. “!Ah, señores, cómo lamento el tiempo que he perdido en enterarme de cuánto valgo yo más que vosotros!” (traducción mía para la ocasión).
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Es sabido – por los pocos que lo saben – que en mis novelas suelo recrear la personalidad y las vicisitudes de algún escritor del pasado, sin importarme si fue poeta, periodista o filósofo. Así, han pasado por el cedazo de mi imaginación y mi
Tan fácil que resulta extremadamente peligroso. Pero primero habría que preguntarse ¿es efectivo? No estoy seguro de que sea yo quien deba dar respuesta a esa pregunta. Algún que otro crítico la ha dado ya por ahí. La que me encanta es ésta de Luis Vargas Saavedra, escrita en El Mercurio, de Santiago de Chile, hace unos años:
«Es evidente que un escritor que se ha impostado en Cicerón, en Catulo, en Schopenhauer y hace poco en Larra (El corzo herido de muerte) ha asumido un rango “egipcio” de vivificador de escritores muertos. Y es de conjeturar que lo asume por una razón muy personal, que bien podría ser [aquí suprimo ciertas suposiciones, quizá acertadas, que aluden a aspectos íntimos de mi personalidad]… Lo viene efectuando con elegancia sobria, sin autoostentación… Podríamos llamarlo “efecto Priante”, incluso “priantismo”, y aguardar a que lo continúe desarrollando, con una brillantez acendrada».
Este párrafo fue un ataque frontal a mi natural modestia, del que aún no me he recuperado. O sea, que lo he conseguido, me dije; o sea, que lo que vagamente me había propuesto – suplantar a ciertos personajes considerados geniales – lo he logrado plenamente, y ahí está la certificación del crítico aludido y de alguno más.
Podía respirar tranquilo. Había encontrado mi voz, mi tono, mi escritura, mi razón de ser en el mundo de las letras. Siempre que me lo
¿Solo siempre que me lo propusiese? ¿Solo personalidades de otro tiempo? Aquí viene lo del peligro. Un peligro similar al que corriera el Dr. Jekyll en relación con Mr. Hyde. El buen doctor permitió que, de sí mismo, se formase el perverso Hyde, pensando que, cuando quisiera, podría controlarlo, reducirlo y hasta eliminarlo. Pero cuando quiso, no pudo. La similitud con mi caso consiste en que, hasta ahora, me dejaba poseer por ciertos escritores famosos cuando yo quería y, más o menos, como yo quería. O me dedicaba a mimetizarlos desde mi voluntad más libre. Hasta ahora.
Hace un tiempo, pongamos cinco meses, que casi todo cuanto escribo tiene para mí un aire como de conocido reciente. Tanto las frases como las piruetas mentales que las originan no me recuerdan al escritor que yo era antes de ese breve tiempo. Y hoy se me ha revelado la terrible verdad. He descubierto que, sin que yo lo haya premeditado y decidido, un escritor, y perfectamente vivo – lo que aún es más intolerable -, está tomando posesión de mi espíritu.
No puedo permitirlo. No puedo aceptar convertirme en negro literario de cualquiera que pasa por ahí, sin haber acreditado por lo menos siglo y medio como difunto. Si lo permitiese, estaría dando por buena aquella extraña idea del intruso en cuestión de que escribir es un desposeerse sin fin. He de dejar de leer a Vila-Matas.
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Tal como me había propuesto, acometí la lectura de las obras de Vila-Matas. Primero Dublinesca, luego Bartleby y compañía y ahora ando con Doctor Pasavento. Dos cosas me han llamado enseguida la atención. Primera, que se trata de una literatura sobremanera literaria. Metaliteratura, que dicen los que saben de estas cosas.
A mí ya me va bien. Pero pienso que muchos lectores pueden quedar desconcertados, y en cierto modo humillados, por la profusión de referencias a autores y obras que la mayoría de los mortales desconoce en absoluto o le suenan vagamente. De acuerdo, es su problema. El autor tiene todo el derecho. Y, desde el punto de vista comercial, tampoco creo que sea una opción ruinosa. Basta con ver el número de ediciones y, supongo, de ventas.
La segunda es la obsesión del autor por el tema de las desapariciones. Desde el ficticio editor retirado de Dublinesca, pasando por todos los personajes-escritores de Bartleby, hasta el mismo doctor Pasavento, todo el mundo aspira a desaparecer, en un mundo en que las desapariciones de personajes más o menos marginales se producen o se insinúan continuamente.
Francamente, la cosa parece una rareza. Una extravagancia de autor empeñado en buscar temas originales o novedosos. Y más tratándose de escritores, gente especialmente vanidosa, hasta el extremo de que, por uno que quiera pasar realmente desapercibido, como Salinger, hay mil cuyo erostratismo les predispone a incendiar estudios de televisión si no son llamados ahí para hablar de su libro. Desapariciones… ¡vaya invento!
¿Qué pasa aquí? No sé. Seguiremos leyendo.
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