Italia, 1818-19. Si el arte era la religión del romanticismo, Italia era el altar del arte. Al menos para nosotros, alemanes e ingleses. Por centenares, o millares, cruzábamos los Alpes en busca de un cielo luminoso y de una tierra cálida y sensual. Los ingleses eran de dos tipos: aventureros solitarios que podían mezclarse con la gente del país hasta sentirse como peces en el agua, y grandes personajes, acompañados de familia y séquito y de todas las comodidades a que estaban acostumbrados. Los alemanes, salvo algún individuo aislado como yo, eran de un sólo tipo: hijos de familia, burgueses adinerados que jugaban a ser artistas románticos y formaban un numeroso pueblo de Tischbeins melenudos asentado en ciertos cafés de Roma. Como el Greco.
Allá me dejaba caer yo algunas tardes con la sana intención de poner una nota de color en aquel insípido coro de bienaventurados. Mi gusto por la paradoja y la frase mordaz levantaba chispas en el duro pedernal allá reunido. En cierta ocasión se discutía si era más favorable para el artista el antiguo paganismo o el cristianismo de nuestros días. Yo expuse, con mesura, mi opinión: que el antiguo politeísmo, con su variedad de dioses y su riqueza de mitos, ofrecía mejor campo de inspiración para el artista. Entonces, de entre unas barbas espesas que ocultaban una cara cuadrada asentada sobre un cuerpo voluminoso, surgió una vocecita: nosotros no necesitamos a los dioses, nosotros tenemos a los doce apóstoles. Le miré fijamente, en efecto, la vocecita había salido de aquella masa informe, y le espeté: ¡Al diablo vosotros y al diablo vuestros doce paletos de Jerusalén! El revuelo que se armó fue indescriptible…
¿Pero qué es Alemania?, observó un espíritu levemente pensador. Todo el pueblo alemán, acordó la asamblea, todo el pueblo de sangre y de lengua alemana. ¿Pero quién dará forma política a ese pueblo? ¿El Imperio? No, el Imperio de los Habsburgo no era más que la carcasa de un gigante muerto hacía tiempo. ¿Prusia? Sí, seguramente Prusia. Pero lo esencial era que se alcanzase la necesaria trinidad: un pueblo, un estado, un guía. “¿Qué opina el doctor Schopenhauer?
(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)
«Pero lo esencial era que se alcanzase la necesaria trinidad: un pueblo, un estado, un guía.»
Evidentemente, ahí ya se estaba incubando «el huevo de la serpiente». Un siglo más tarde, esta idea cristalizaría en «Ein Volk, Ein Reich, Ein Führer». El resto ya es historia conocida. Mein Gott!
Exacto.¡Qué fácil, por parte del autor, ser profeta a posteriori!