De vuelta a Frankfurt, pasó una larga temporada cobijado en el hogar paterno sin dedicarse a nada en concreto, aunque siempre aprendiendo y absorbiéndolo todo.
Después de demorarse un año en Frankfurt con su flamante título de abogado, se traslada a Wetzlar para realizar prácticas jurídicas en el tribunal imperial de apelaciones. Durante la estancia en esa localidad, recién cumplidos los 23 años de edad, se enamora de Charlotte Buff, joven que ya estaba comprometida, y sus vivencias dan lugar, más de un año después, a la creación de la novela Las desventuras del joven Werther, que acaba con el suicidio del protagonista. En la realidad el asunto terminó con la huida de Goethe, recurso en el que el escritor ya tenía cierta práctica.
Estando de nuevo en Frankfurt, pasó un príncipe azul y se lo llevó consigo. Era el Duque Carlos Augusto, inminente soberano del pequeño estado de Weimar-Sajonia-Eisenach, uno de los muchos principados en que se hallaba dividida Alemania en aquella época. La verdad es que las tierras germánicas constituían un impresionante galimatías político,
El caso es que en octubre de 1775, a los 26 años de edad, Goethe abandonó Frankfurt para establecerse en Weimar, donde había de pasar el resto de su vida.
Durante los primeros años las relaciones entre el príncipe y el poeta fueron más que buenas. Ambos eran jóvenes, inquietos (relativamente en el caso del poeta), y amigos de los placeres. Pero en lo básico eran dos personalidades muy diferentes. Mientras Goethe, con todos sus altibajos, debidos en parte a sus obligaciones político-burocráticas en el ducado, seguía atento a la evolución de su personalidad y a la comprensión total del mundo, Carlos Augusto permanecía encerrado en la esfera de la caza (sustitutivo de las hazañas bélicas que tanto deseaba), la buenas mozas y otros placeres estrictamente mundanos. Con el tiempo, la cálida amistad de los primeros años se convirtió en una cortesía distante por parte de ambos, lo que no impidió que Goethe mantuviese toda su autoridad en el ducado como eficaz gestor de tareas públicas y, en los últimos años, como figura de gran prestigio – con seguridad la más alta de Alemania – que atraía personalidades de toda Europa y había convertido Weimar en un centro cultural de primer orden.
Procuró proteger la vida íntima de la curiosidad cortesana, manteniendo amores epistolares-platónicos con damas más o menos aristocráticas. Pero finalmente se unió con una modista con la que, tras años de convivencia, contrajo matrimonio, obligando, por así decirlo, a la buena sociedad de Weimar a aceptar a la flamante señora Goethe. (Fue en este aspecto decisiva
Su último enamoramiento, a los 73 años, de una joven de 18, no acabó ni en renuncia ni en realización, sino que dio a luz a uno de los poemas más hondos y exquisitos de la literatura universal: la Elegía de Marienbad.
Y al término de una trayectoria vital larga y plena en casi todos los sentidos, Goethe murió el 22 de marzo de 1832, después de trazar con el dedo unos signos en el aire, quizá los últimos versos.
Releo lo escrito y siento que algo no ha ido bien: no he sabido trasmitir toda la grandeza del escritor, ni siquiera toda la importancia que ha tenido para mí. En otros casos, en menos páginas, he sabido dar una visión correcta o comprensible del autor correspondiente, o eso me parece. Ahora, no. Goethe es tan grande que ni siquiera una mirada desde muy lejos puede abarcarlo.
No solo fue poeta, aunque lo fuera por encima de todo. Hombre de acción, organizador, investigador de la naturaleza, filósofo sin sistema, creía sobre todo en lo que veía. Pero su visión era tan clara y aguda que veía mucho más de lo que en general se creía. Suya es la idea de que no hay que buscar una teoría tras los fenómenos, porque los fenómenos ya son la teoría. Y entre las cosas que “veía” estaba esa alma del mundo, que el investigador especializado, el erudito del detalle nunca podrá descubrir, porque no sabe:
Que ningún detalle aislado permite encontrar diferencia entre el hombre y el animal; que, por el contrario, el hombre aparece estrechamente ligado con la bestia. Solamente la armonía del conjunto hace de un ser lo que es […] Toda criatura no es más que una nota, un matiz de una gran armonía que es preciso estudiar, a su vez, en sus grandes líneas, bajo pena de no hallar más que letra muerta en los detalles tomados aisladamente.
Ahí reside la diferencia entre el estudioso solo atento a lo que tiene delante y el sabio-poeta que posa la mirada sobre el todo al mismo tiempo que sobre el detalle. Ahí la diferencia entre Goethe y casi todos los científicos y pensadores; ahí la enorme distancia entre el dios viviente en los libros y el tímido estudiante que no sabía qué iba a ser de su vida.
Como azuzados por invisibles espíritus corren raudos los caballos del tiempo, arrastrando el carro leve de nuestro destino, y a nosotros solo nos queda retener animosos las riendas y dirigir el carro tan pronto a la izquierda como a la derecha, salvándolo aquí de una piedra, allí de un vuelco. ¿Adónde va? ¡Quién lo sabe! ¡Apenas recuerda de dónde viene!