Lucrecia y el fin de la monarquía


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Cuenta Livio que, reinando en Roma Tarquino el Soberbio, su hijo Sexto quedó fascinado por la belleza de Lucrecia, esposa de su amigo Colatino, y que una noche, estando ella sola, se introdujo en su aposento y empuñando una daga quiso violentarla. Ella se resiste, afirmando que prefiere la muerte. Y él le dice que sí, que le dará muerte si se resiste, pero que junto a su cuerpo colocará el de un esclavo previamente apuñalado y que proclamará que, habiendo sorprendido a los dos en infame acto, les ha dado muerte al momento. Ante la perspectiva de tamaño deshonor, Lucrecia cede.

Luego, huido el ilustre violador y llegados el padre, el esposo y el amigo Junio Bruto, Lucrecia les cuenta lo sucedido. Los hombres juran venganza, pero tranquilizan a la mujer (y nótese aquí la diferencia con el honor “español”, mucho más materialista), diciéndole que se falta con el alma, no con el cuerpo y que donde no hay voluntad no hay culpa (“mentem peccare non corpus et unde consilium afuerit, culpam abesse”). Pero a la digna y orgullosa mujer no le sirven estas razones y dice que, si bien se absuelve de la culpa, no se perdona el castigo, para que, en el futuro, ninguna impúdica Lucrecia pueda ampararse en su conducta. Y al momento saca un puñal que tenía oculto bajo sus vestiduras, se desnuda el pecho y se clava el arma en el corazón ante la consternación de los presentes.

Eso de que “se desnuda el pecho” no lo dice Livio, pero es algo que los artistas de todos los tiempos siempre han sobreentendido. Y se comprende, porque pocas cosas tan eróticas hay para el observador masculino como la visión de la punta fría de una daga apoyada en el torso desnudo de una mujer bella. Ahí están las pinturas de Cranach el Viejo, Guido Reni, il Parmigianino, Cambiaso Luca, Andrea Casali y otros para confirmarlo. Y la escultura de Damià Campeny.

No sólo para la historia del arte fue importantísimo el suicidio de Lucrecia, sino también para la de la política. Pues sigue contando Livio que Bruto extrajo de la herida el cuchillo empapado en sangre y manteniéndolo en alto dijo “por esta sangre, castísima antes del ultraje regio, os juro, dioses, y os pongo por testigos, que echaré, mediante el hierro, el fuego o cualquier otro medio a Lucio Tarquino el Soberbio junto con su infame esposa y toda su descendencia y que nunca toleraré ni a éstos ni a ningún otro rey en Roma”. Y dicho esto, poco le cuesta sublevar a un ejército y un pueblo, cansados de los abusos del rey, y acabar con la monarquía.

Y empieza entonces la larga historia de la república romana, que tiene a sus primeros cónsules (especie de presidencia dual) en las personas del mismo Bruto y el viudo Colatino, quienes muy pronto no se habían de llevar bien. Pero éstas son cosas normales de la política, que poco interesan aquí.

Quizá sólo conviene apuntar un detalle: que la monarquía dejó tan mal recuerdo entre los romanos que nunca más quisieron saber nada de esta forma de gobierno, ni siquiera de la palabra “rey”, de modo que cuando, cuatro siglos y medio después, Julio César se hizo con todo el poder, se guardó mucho de proclamarse o llamarse “rey”. Se limitó a ir concentrando en su persona todas las magistraturas republicanas, con lo que acaparó todo el poder respetando una apariencia de legalidad, sistema que se mantuvo con sus sucesores, mientras que el apellido César se convertía en denominación del supremo y absoluto poder, superando en majestad a la de un inexistente e impronunciable rey.

 (De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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