Teilhard de Chardin, la materia divina I

teilhardSu mirada fue pura como la de un santo, aguda como la de un genio (M. Crusafont Pairó)  

Como es normal, en la facultad de derecho había una biblioteca. Como es normal, esa biblioteca contaba con libros sobre temas jurídicos, políticos y sociales. Ya no sé si es (o era) tan normal que, además, hubiese un proporción nada despreciable de libros de otras materias, en especial humanísticas (filosofía, literatura), y hasta de ciencia. Sospecho que esta especie de anomalía no se debió al exquisito criterio del organizador competente sino a una causa más pedestre. Y es que el edificio de la facultad se acababa de inaugurar y es posible que no hubiese suficiente materia adecuada para llenar los estantes de la biblioteca, de manera que se recurrió, imagino, a lo que se pudo encontrar aquí y allá. Pues bien, bendita anomalía.

En la biblioteca pasaba yo bastantes ratos. Unas veces, porque no tenía clase a esa hora; otras, porque la clase que tenía era perfectamente superflua (un señor que va explicando lo que con las mismas palabras se explica en el libro que tienes que estudiar). Lo que no solía hacer en la biblioteca, excepto en época de inminentes exámenes, era estudiar textos de derecho, sino que casi siempre mi atención se dirigía a libros sobre literatura y pensamiento.

Guardo un recuerdo muy especial de uno titulado Literatura del siglo XX y cristianismo, de Charles Moeller, sacerdote belga y teólogo de gran prestigio. Parece raro, sí, pero fue un cura quien me puso en conocimiento o me permitió entender mejor a autores como Sartre, Weil, Camus (del que ya había leído cosas), Graham y Julien Green (nada que ver entre sí), Gide, Martin de Gard y otros varios. Y no sólo la literatura. También la ciencia, o mejor dicho, la divulgación científica, fue objeto de mi interés.

Muy interesante era el libro que estaba un poco de moda y que tan gentilmente me ofrecía aquella biblioteca para pasar los ratos de otro modo perdidos por diferentes ámbitos de la facultad, a veces atractivos, no lo niego (césped al sol, bar, clases diversas). El libro tenía por título Tras las huellas de Adán, su autor era Herbert Wendt y, con un estilo muy ameno, trataba de los últimos descubrimientos en materia de zoo-antropología (no sé si me acabo de inventar el término), es decir, de la aparición del hombre en la tierra y de las más recientes hipótesis científicas sobre el fenómeno. No recuerdo cómo, pero fue a raíz de la lectura del libro en cuestión que tuve conocimiento de la existencia de Teilhard de Chardin y de sus teorías. Tampoco recuerdo si lo empecé a leer en un ejemplar existente en la misma biblioteca, o en el libro que me compré poco después (La aparición del hombre, fechado por mi mano el 23 abril de 1960). Está claro que escribir “memorias” cuando todo empieza a desmemorizarse tiene sus problemas.

El caso es que, además del mencionado, conservo tres libros del autor, todos editados por Taurus Ediciones: El fenómeno humano, El medio divino y La visión del pasado. Y en ellos me sumergí durante meses, mientras el mundo vulgar de los estudios legales, los debates estudiantiles, la incertidumbre del futuro personal (¿qué será de mi vida?) y las penas y alegrías del vivir a los veinte años alborotaban a mi alrededor.

In my beginning is my end, dice Eliot. Pues empecemos por lo que parece el principio.

En su aparente insensibilidad, la materia más bruta guarda en su seno el proyecto del fin. La materia no es algo fijo, estático – lo saben muy bien los físicos de hoy –, sino que es esencialmente duración, y evolución. Y evoluciona mediante un proceso continuado de complejización, cosa que resulta evidente si comparamos la estructura de una piedra con la del cerebro humano. Ese proceso alcanza uno de sus puntos críticos con la formación de la vida. Pero también las estructuras de la vida evolucionan, hasta que alcanzan otro punto crítico: la aparición de la conciencia.

La conciencia individual humana no es el final del camino. La complejización continúa, de manera que el proceso de interacción de las conciencias individuales dará origen a una conciencia global, que finalmente accederá – pero ya con todos los misterios desvelados – a la Fuerza que estaba en el principio, oculta en la materia inerte.

Es decir, que en el universo, o por lo menos en el planeta tierra, se mueven tres capas de diversa y creciente complejidad: la Geosfera, el mundo meramente material, único existente antes de la aparición de la vida; la Biosfera, el tejido de los seres vivos que pueblan la tierra, y la Noosfera, compuesta por la capa pensante, que ha tomado el poder en el planeta y que es ahora la encargada de dirigir las siguientes fases de la evolución.

Porque Theilard de Chardin no niega la evolución, simplemente la interpreta de modo muy distinto a como la pensaba Darwin. Y es que todo ese proceso, o progreso, que burdamente he sintetizado, no se produce de una manera puramente mecánica o por casualidad, de modo que hubiera podido no producirse. No, es un proceso necesario y su fin estaba ya en su principio.

La creciente complejización de la materia produce necesariamente la vida; la creciente complejización de la vida produce necesariamente la conciencia, y la creciente complejización, mediante interacción, de las conciencias individuales producirá necesariamente la Conciencia única y total, que se encontrá con el Dios-Hombre (Punto Omega), el cual ya estaba al principio (Punto Alfa), oculto en la materia, e impulsando las distintas fases de la evolución.

La distancia con el darwinismo mecanicista es inmensa. El hombre, la maravilla del cerebro humano, no es resultado casual del proceso evolutivo – hay que tener mucha fe para creer en tanta casualidad, imagino que apostillaría un Chesterton –, es el eje, la flecha de la evolución.

Admitido este proceso – y, salvo quizás en su etapa final, parece que hay que admitirlo -, surge la pregunta. ¿Todo eso sucede porque sí, es decir, por la fuerza propia de la misma naturaleza? ¿O hay algún poder externo que lo ha planeado y lo impulsa todo? La Fuerza, ¿es inmanente o trascendente?

Teilhard, como el católico y jesuita que nunca dejó de ser – aunque a veces se lo pusieran tan difícil –, opta por lo segundo. Es lícito preguntarse si se podría optar por lo primero. 

(CONTINÚA)

(De Los libros de mi vida

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