Mayerling, una tragedia con decorado de opereta I

 Rodolfo y María

Difícilmente se podría dar con nombres más adecuados para una historia de amor romántico, en el sentido vulgar del término. Y es que, no obstante lo que proclamaba Oscar Wilde, a veces, como en este caso, el arte sí que imita a la vida. En efecto, los Rodolfos y Marías que durante un siglo han pululado por multitud de novelitas y novelones “rosa” tienen su origen – aunque sea sólo en su aspecto onomástico – en nuestros nuevos protagonistas. La verdad es que la historia de esta pareja posee abundantes elementos como para erigirse en modelo de novelón “romántico” de alto standing. Hay un príncipe apuesto, un padre emperador de pobladas patillas, una madre emperatriz de rara elegancia, una jovencita y bella baronesa, una condesa o dos, un pabellón de caza, ayudantes de campo, doncellas, monteros, palafreneros y resto de servidumbre. Hay paradas militares, paseos elegantes, bailes en palacio (valses de Strauss, naturalmente). Y un amor a primera vista de consecuencias incalculables.corte viena

Pero adentrémonos en la historia verdadera, apartemos la mirada de tan rutilante decorado y veamos qué nos ofrece la supuesta realidad. Cuando se desencadenó la historia de Rodolfo y María, el padre-emperador, Francisco José de Habsburgo, tenía 58 años, llevaba cuarenta al frente del imperio austriaco y aún le quedaban otros veintiocho. Es quizá el personaje que más se ajusta a los patrones del novelón “romántico”. Estándole destinada la hermana mayor de una familia de la nobleza, eligió, por amor, a otra de las hermanas.

De mentalidad más que conservadora, fue un buen marido, incluso demasiado compresivo, si tenemos en cuenta la mentalidad mencionada; padre bondadoso (cuando no había conflicto con sus deberes de gobernante supremo), creyó ser también el padre o abuelo de todos sus súbditos, creencia que entre éstos era ampliamente compartida. No entendió gran cosa de lo que se movía en sus dominios, que incluían quince nacionalidades, cuatro o cinco religiones y un buen puñado de lenguas y dialectos. Y sin embargo, permitió adoptar fórmulas (el Imperio Austro-Húngaro, a partir de 1867) que mantuvieron en pie aquella extraña estructura política hasta que cayó derribada por la guerra europea de 1914-18.

Y no sólo se mantuvo, sino que su capital, Viena, fue durante décadas, en torno al 1900, el centro cultural y científico más vigoroso y original de Europa. Es decir, que a pesar de todas sus deficiencias y problemas, aquél era un ámbito político que permitía que se sintiesen cómodas en él personas y tendencias de muy diverso signo. Baste recordar a los escritores Joseph Roth y Stefan Zweig, nada sospechosos de reaccionarios y sin embargo claramente nostálgicos de aquel buen Imperio (o de los buenos años de la juventud, quién sabe).

Pasemos a la madre-emperatriz. Se llamaba Isabel Amalia Eugenia de Wittelsbach, Sissí para los amigos. A los diecisiete años se casó con Franciso José. Era bella, amante de los caballos, de la cultura y del pueblo húngaro; obsesionada por su figura, maniática con la comida (quizá anoréxica); amaba la libertad, le deprimía la vida de la corte, y las relaciones con el marido no fueron todo lo malas que cabía esperar teniendo en cuenta la actitud terrorista de la suegra. Tuvo tres hijas y un hijo, Rodolfo, protagonista de esta historia, con el que mantuvo relaciones no siempre tranquilas. (Continuará)

 ( de Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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