Rodolfo y María
Pero adentrémonos en la historia verdadera, apartemos la mirada de tan rutilante decorado y veamos qué nos ofrece la supuesta realidad. Cuando se desencadenó la historia de Rodolfo y María, el padre-emperador, Francisco José de Habsburgo, tenía 58 años, llevaba cuarenta al frente del imperio austriaco y aún le quedaban otros veintiocho. Es quizá el personaje que más se ajusta a los patrones del novelón “romántico”. Estándole destinada la hermana mayor de una familia de la nobleza, eligió, por amor, a otra de las hermanas.
De mentalidad más que conservadora, fue un buen marido, incluso demasiado compresivo, si tenemos en cuenta la mentalidad mencionada; padre bondadoso (cuando no había conflicto con sus deberes de gobernante supremo), creyó ser también el padre o abuelo de todos sus súbditos, creencia que entre éstos era ampliamente compartida. No entendió gran cosa de lo que se movía en sus dominios, que incluían quince nacionalidades, cuatro o cinco religiones y un buen puñado de lenguas y dialectos. Y sin embargo, permitió adoptar fórmulas (el Imperio Austro-Húngaro, a partir de 1867) que mantuvieron en pie aquella extraña estructura política hasta que cayó derribada por la guerra europea de 1914-18.
Y no sólo se mantuvo, sino que su capital, Viena, fue durante décadas, en torno al 1900, el centro cultural y científico más vigoroso y original de Europa. Es decir, que a pesar de todas sus deficiencias y problemas, aquél era un ámbito político que permitía que se sintiesen cómodas en él personas y tendencias de muy diverso signo. Baste recordar a los escritores Joseph Roth y Stefan Zweig, nada sospechosos de reaccionarios y sin embargo claramente nostálgicos de aquel buen Imperio (o de los buenos años de la juventud, quién sabe).
Pasemos a la madre-emperatriz. Se llamaba Isabel Amalia Eugenia de Wittelsbach, Sissí