Y ahora un inciso muy importante. Mira, Butz, todo en el mundo, planta animal o cosa, órgano, víscera o lo que sea tiene un carácter determinado y sólo puede obrar de acuerdo con ese carácter. Incluso las máquinas, sí, un barco no puede correr por la tierra como una locomotora de ferrocarril, ni la locomotora puede navegar sobre las aguas. Todo está hecho de manera que sólo puede operar de acuerdo con sus características propias, de acuerdo con su esencia, podríamos decir. Y el cerebro es una especie de máquina producida por la naturaleza para conocer. Pero sólo puede conocer de la manera y con los límites que le permite su propia constitución. ¿Y cuál es esa manera? Aplicando en todo momento tres principios necesarios: el tiempo, el espacio y la causalidad.
Igual con la causalidad. El intelecto no puede concebir algo que no responda a una causa, cualquier cosa ha de haber sido causada por algo que le haya precedido en el tiempo. Esa estatuilla tiene que haberla hecho alguien y alguien tiene que haberla traído hasta aquí, no puede haber aparecido motu proprio. Alguien podría alegar “nada me impide concebir que la estatuilla haya aparecido aquí de repente por…” ¿Por qué? ¿Por un milagro? ¿Por obra de Dios? ¿De un mago? Lo ves, busca una causa. Siempre, conscientemente o no, suponemos la causa. Y es que es imposible conocer sin sujeción al principio de causalidad como es imposible conocer sin sujeción al tiempo y al espacio.
Y ahora volvemos al cerebro que ha recibido las señales transmitidas por el nervio óptico. Inmediatamente las somete a tratamiento y, como aquí hemos utilizado el sentido de la vista, lo que sobre todo pondrá en juego es el principio del espacio (si hubiese utilizado el oído sería más importante el principio del tiempo… por la “sucesión ” de los sonidos, ¿entiendes?). Así que, recibidas las señales, les dará una forma y creará un espacio en torno a ellas, asignándoles un lugar en ese espacio, que, insisto, el cerebro crea, es decir, imagina. Porque te habrás fijado que todo este proceso tiene lugar exclusivamente en el propio organismo: una sensación en el aparato ocular, una transmisión por los nervios ópticos y una elaboración en el cerebro. En principio nada nos autoriza a pensar que hay algo fuera que haya desencadenado el proceso, en principio podríamos suponer que todo es pura y simple representación, como pensaba el ilustre Berkeley.
Lo único que nos permite conjeturar la existencia de un objeto exterior es la presunción de que el ojo no se ha autoexcitado, de que el estímulo que recibe procede de una realidad exterior. Pero, aún aceptando esto −y te anticipo que lo habremos de aceptar−, todo el proceso de formación de la imagen y de su ubicación en el espacio ha sido cosa exclusiva del propio sujeto.
¿Cuál es la conclusión de todo esto? Que lo que conocemos es sólo lo que se forma en el cerebro, que el mundo entero, que creíamos tan real y tangible (el sentido común, ¿recuerdas?) es nuestra representación, que nada sabemos de lo que sea ese mundo en sí mismo, que sólo conocemos el fenómeno pero que nada sabemos de la cosa en sí, excepto que no está sometida al tiempo ni al espacio ni a la causalidad, porque éstas son sólo funciones cerebrales de los animales superiores, y que por lo tanto es única, indivisible y eterna.
Hasta aquí, Kant, ¿me oyes, Butz? Digo que hasta aquí, Kant. O sea que, en su primer aspecto, mi filosofía coincide casi exactamente con la de Kant. Pero ahora viene lo nuevo, lo original, lo genial, si permites que me exprese así, y ya lo creo que me lo permites, mi querido Butz, no serás tú quien me acuse de inmodestia. (Continuará)
(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)
Más, más, por favor… Cuando tengas tiempo, claro está.
Santa impaciencia, que decía el místico.