Lo que en ningún caso cabe esperar de un músico de nacimiento es que, además de dominar el mundo de las leyes con sus extraños vericuetos, asuma y respete las formas sociales de los pomposos juristas que no han nacido músicos.
Y así, coincidiendo con su traslado a Posen, Hoffmann rompe el compromiso matrimonial que su familia había acordado con una distinguida señorita, y entrega su corazón a una bella muchacha (Mischa) no tan socialmente distinguida. Y además polaca y católica, cuando los cánones mandaban que en todo caso habría de ser alemana y protestante.
Todos son indicios de que el músico que habita bajo la toga del juez no se siente muy cómodo con el ropaje. Y, entre otros juegos más o menos clandestinos, se dedica a dibujar los rostros y figuras de aquella gente tan seria que le rodea, es decir, a poner de manifiesto con cuatro trazos la vulgaridad y fealdad de las fuerzas vivas del lugar.
Hasta que un día de Carnaval estalla el escándalo. Las caricaturas pasan de mano en mano. Se busca y finalmente se identifica al culpable. Intolerable. Hoffmann es trasladado a un villorrio polaco, donde purgará su culpa sin más compañía que la de su ya esposa Mischa y la de algunos seres fantásticos que empiezan a poblar su imaginación.
Y es que la mente de Hoffmann es como un caldero siempre hirviendo, de donde se levantan vapores nebulosos, formas extrañas que pronto se convierten en los inquietantes personajes que han de quedarse para siempre en las páginas de la literatura universal: el magnetizador, el hombre de la arena, el monje Medardo… Y también, en la cara diurna del mismo planeta, las formas luminosas y etéreas, las musas, serpentinas y princesas, el amor, necesariamente imposible, que no aspira al anillo nupcial, sino al cielo prometido del artista. Y Kreisler, el loco Kreisler, el músico Kreisler, conciencia humorística del mismo