SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ. La doncella y el dragón II

nepantla

A doce leguas de Ciudad de México, casi en la misma falda de dos montes próximos entre sí, uno de ellos volcán famoso, en una hacienda llamada San Miguel de Nepantla, un día de noviembre de 1648 nació una niña a la que bautizaron con el nombre de Juana Inés. El padre, Pedro de Asbaje, militar de origen vasco y la madre, Isabel Ramírez, de familia ya asentada en México, no estaban casados, cosa que los primeros biógrafos callan y que la misma Inés había de disimular toda la vida. El padre desapareció pronto y la madre se unió a otro hombre con el que tuvo más descendencia.

A los tres años, viendo cómo enseñaban a leer a una hermana mayor, Juana Inés quiso aprender ella también. Y pocos años después llegó a considerar seriamente la idea de vestirse de hombre para ir a la universidad de México. Casi toda la infancia la pasó entre los muchos libros que había en casa de su abuelo en la localidad próxima de Panoayán, donde la había colocado la madre, quizá con motivo de la aparición de un nuevo “padre”, y donde permaneció hasta 1656, fecha en que pasó a vivir a la Capital en casa de los tíos Mata (ella, hermana de la madre), al parecer muy bien relacionados con la más alta sociedad, pues es el caso que, un tiempo después, tenemos a la Juana Inés de dieciséis años (según las cronologías más fiables) en la corte virreinal como dama de la virreina.

Tanto el virrey, Antonio de Toledo y Salazar, marqués de Mancera, que inauguraba su mandato en octubre de 1664, como su esposa Leonor Carreto, personas cultas y de talante abierto, quedaron enseguida prendados de la joven Juana Inés, hasta el extremo de que ésta, más que protocolaria dama de compañía fue en realidad compañera inseparable de la virreina. Esta situación no le impidió proseguir sus estudios, siempre en solitario y sin más estímulo que su innato afán de saber, al tiempo que deslumbraba a la corte con sus conocimientos, sus poemitas de circunstancias y sus primeras representaciones teatrales.

La situación no podía ser más favorable, pese a las envidias, los odios y las trabas materiales que situaciones tan favorables suelen concitar.  Pero una mente como la de Juana Inés se tenía que hacer la pregunta: ¿cuál sería su futuro? Los virreyes cambian, tanto como la fortuna en general. En el matrimonio no pensaba, sino para descartarlo. Lo que en realidad le interesaba, el conocimiento y el arte, estaba de hecho vetado para una mujer. Ingresar en un convento podría ser una solución – como para tantas otras mujeres por los más diversos motivos en aquella sociedad – siempre que no fuese incompatible con sus verdaderos intereses. Y lo probó.  

En 1667, todavía bajo el virreinato del Marqués de Mancera, ingresó en el convento de las Carmelitas Descalzas. Salió a los tres meses. No era aquello lo que buscaba. 

Por entonces hizo su aparición el jesuita Antonio Núñez de Miranda, quien se convirtió en su confesor (y en una de las cabezas más visibles del Dragón). Núñez tenía fama de santo y sabio. Quizá. De lo que no hay duda era que, como pastor muy taimado, desplegaba toda su astucia y energía para mantener las almas en el redil correcto. Y no almas cualesquiera, y es que, como dirigente de una Congregación de la que formaba parte el mismo virrey, no dejaba de velar por la pureza de la doctrina (y el comportamiento debido de las personas principales).

Lo cierto es que Núñez quedó deslumbrado por la sabiduría y la capacidad intelectual de Juana Inés, y se propuso enderezar aquella forma de vida, tan extraña para una mujer. Ella lo tuvo al principio como una ayuda y, en cierto modo, como el padre que siempre le había faltado. Hasta que, harta de las intolerables presiones a que la sometía, lo despidió con cajas destempladas en aquella famosa carta de la que al principio he transcrito un fragmento.

De todos modos, hay que tener en cuenta que, en la época de la carta (1682), Juana Inés se sentía especialmente fuerte. ¿Por qué? Retrocedamos.

Dos años después de la breve estancia en el convento de las Carmelitas, tiempo en el que siguió disfrutando de la protección y estima de los virreyes, Juana Inés, a los veintiún años, profesó como religiosa e ingresó en el convento de San Jerónimo, donde (con todas las comodidades que le interesaban: libros, instrumentos científicos, visitas y tertulias con sabios y personas amigas) permaneció hasta el fin de sus días.

El hecho de que se hiciese monja sin especial vocación religiosa puede parecer raro ahora. Entonces no lo era. En una sociedad en que la Iglesia católica lo ocupaba prácticamente todo, el hecho de militar en ella era, también, un medio de vida o un acomodo para evitar otras situaciones

Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir.

Total negación al matrimonioEsta confesión, además de toda su forma de vida, entonces considerada estrictamente masculina, ha llevado a bastantes estudiosos a considerar que Juana Inés tenía graves problemas de identificación sexual o, en todo caso, que era una personalidad neurótica. No lo creo. Más bien me inclino por la opinión de Octavio Paz, ensayista, poeta y sabio de toda confianza:

Ante las adversidades a que se enfrentó desde su niñez y ante los obstáculos que, en su edad adulta tuvo que vencer, advierto no inestabilidad psíquica sino aplomo, habilidad y buen sentido. No veo a una neurótica: veo a una mujer lúcida y entera.

Pero volvamos a la historia.

(CONTINÚA)

(De ESCRITORAS

 

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