La España de Larra (1809-37)

Te decía (me decía) que hubo un tiempo en que cobijaba ilusiones. Era el año 33. En España el Rey seDonCarlos moría, y cierto buitre de sangre real se cernía sobre el moribundo para hacerse con los despojos. Pero la Reina, a quien con bastante acierto habíamos saludado como madrina de la libertad, supo estar a la altura de nuestra esperanza: el buitre no se salió con la suya. Murió el Rey después de aprobar la ley que, derogando la injusta Sálica, cerraba el acceso al trono a su hermano el buitre, llamado Carlos, el cual, convertido de infante en faccioso, se echó al monte (o a su palacio portugués, que en verdad no es lo mismo) a levantar la partida de las cavernas, formada por hombres sanos y recios, mitad frailes mitad asesinos. Y aquí siguen, sin que ninguno de los gobiernos tan liberales que desde entonces han sido haya sabido o querido acabar con el monstruo que en el Norte nos devora.

Con todo lo cual verás que la situación política no estaba como para hacernos muchas ilusiones. Pero las teníamos. No había libertad, pero andaba ya a las puertas; no había literatura, pero una banda de escritores jóvenes se disponía a tomar al asalto teatros y librerías; no había comercio ni industria, pero un par de futuros ministros estaban alumbrando la política que nos había de sacar de nuestro secular atraso. Nada había en realidad, pero todo estaba a las puertas. ¡Teníamos ilusiones!

¿Y qué ha sido de todo aquello? ¿Dónde han ido a parar tantas cosas que nos prometían y nos prometíamos? Como la montaña que pare ratones, el ansia de libertad dio a luz un Estatuto Real, aborto de Constitución que ni siquiera supimos desarrollar para convertirlo en base firme de la convivencia futura, ¡mejor cargárnoslo de un plumazo (o bayonetazo) para restaurar una antigua Constitución inaplicable! ¿No queríais libertad?, nos dice el gobierno de hoy, pues aquí tenéis, la libertad del 12, nada menos, y mientras podamos aclararnos con ella aquí estoy yo para ordenar y mandar lo que me apetezca.                                 

Tampoco la literatura dio lo que prometía: dos o tres nombres en teatro, Espronceda en poesía y para de contar, y a seguir a remolque de Francia y Europa. De comercio e industria, nada de nada. Todo se quedó en el colosal negocio del espabilado ministro gaditano y sus amigos, para quienes, desde luego, la Ley de Desamortización ha de parecerles la cosa más bonita y liberal del mundo.

(De El corzo herido de muerte)

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