Mundo, Demonio y Fausto. Nuevas aventuras

mefisto

 

Mefisto se explica:

Estimado público, hace tiempo que os deleité – a los más despiertos de vosotros – con algunas muestras de mi inventiva y de mi arte. Pocos me lo han agradecido, como era de esperar. Y ya no me refiero a los conspicuos exponentes de la industria editorial o a los críticos más o menos eminentes, de quienes ya es sabido que se puede esperar cualquier cosa excepto lo que propiamente cabría esperar. Me refiero a vosotros, a los que formáis la tropa – y sin embargo tan sabios, algunos – de los lectores ávidos, aplicados e inteligentes. Pero no me quejo. El que recibe los beneficios poco suele acordarse del benefactor. Y además yo soy la persona – por llamarme de alguna manera – menos adecuada para presumir de benefactora de nadie.

Para empezar, ha de quedar claro que yo no presumo de mis actos ni de mis intenciones. Mi destino está escrito, como el de cada cual, desde el llamado principio de los tiempos. Así, que aquí no se trata de vanagloriarse ni de alardear de unos méritos que no existen. Aunque quizá sí convendría hacer algunas precisiones para que nadie se llamase a engaño sobre mi personalidad.

Mefistófeles es el nombre que desde antiguo se adjudicó a un diablo menor, es decir, distinto del gran Diablo o Demonio de la teología cristiana. Pero desde hace ya tiempo, se les viene confundiendo a uno y otro. Yo no sé si Goethe tuvo parte de culpa en esto, o si se debe simplemente a la manía moderna de reducir y simplificar. Tanto da. Demos por asumido que Mefistófeles es el Diablo y punto.

Lo que sí ha de quedar claro es que Mefisto – que soy yo – no es exactamente el Diablo (mayor o menor) de la tradición religiosa, sino una especie de demiurgo (o sea, creador menor) que desde hace un tiempo anda perdido por el mundo de las letras, aunque, eso sí, con un enorme parecido al Demonio tradicional o, mejor dicho, al Mefistófeles goethiano, íntimamente emparentado con aquél. Y este parecido es tan acusado que, de hecho, me comporto igual que él (el goethiano, se entiende), salvando las inevitables diferencias debidas a los respectivos temperamentos de sus autores, no sé si me explico.

Bueno, lo que quería decir – y espero decirlo antes de que pierda el hilo definitivamente – es que, visto el éxito presunto de las aventuras que di a internet, he pensado que sería interesante continuar con otras nuevas. Lo malo de este pensamiento es que no funciona por sí sólo, quiero decir que, una vez lo has tenido y comunicado, tienes que ponerlo en práctica.

Bien, no hay que agobiarse. La obra está ahí, aguardándome en el futuro. Sólo se trata de llegar hasta ella. Para empezar, habré de dar con mi socio. Hace tiempo que no sé nada de él. Espero no encontrármelo convertido en una estrella del cine. En serio, me conformaría con que hubiese madurado un poco.

Veremos.

JORNADA PRIMERA

LECCIONES DE FILOSOFÍA  I

Con cierta preocupación, muy comprensible, Mefisto advierte que Fausto flojea ostensiblemente en disciplina tan fundamental. Para corregir el déficit, lo envía al corazón de Europa, donde conocerá a dos lumbreras del género.

 

Fausto, en la cumbre de la montaña a cuyos pies se extiende la gran ciudad y, más allá, el mar. Amanece. El rumor de la urbe que se despierta llega como en sordina. A lo lejos, en el horizonte marino, un sol enorme y rojo pugna por abrirse paso entre las nubes.

FAUSTO.- He aquí la historia de todos los días. Más de un millón de personas despertando de sus sueños para seguir enfrentándose a la tarea de vivir. Pero el nuevo día no habrá de satisfacer ninguno de sus deseos. Suerte tendrán si consiguen mantener la ilusión, la creencia de que algún día llegarán a ser felices o, por lo menos, a disfrutar de un instante al que puedan decir ¡detente! Una vida entera no ha bastado para convencerme de que esto es imposible, de que la felicidad no existe, de que es sólo una quimera creada por la fuerza misteriosa que nos empuja a vivir. No, me niego a resignarme. Y así me veo, vagando por el tiempo y el espacio, asociado a ese engendro infernal que lo promete todo y no da nada… Por cierto, hace tiempo que no lo veo…¿Por dónde debe andar?…

MEFISTO.- (Surgiendo de la bruma matinal) Aquí estoy, a tu lado y a tus órdenes. Pero antes de reanudar nuestras relaciones, si es que tal cosa procede, habrá que aclarar un malentendido, o dos. Paso lo de “engendro infernal” como una concesión poética a la visión tradicional de mi imagen. Pero ¿de dónde has sacado que yo lo prometo todo y no doy nada? Para empezar, yo no te he prometido nada – y me refiero, naturalmente, en el contexto de esta obra – y, en cambio, te he dado mucho más de lo que hubieses conseguido por tus propios medios. ¿Quién hubiese sido capaz de pasearte por toda clase de época y lugares? ¿Con quién hubieses tenido ocasión de conocer a tantas grandes figuras de la historia reciente? ¿Quién te habría llevado, como yo lo he hecho, al estrellato del arte cinematográfico?…

FAUSTO.- Ya puedes decir lo que quieras, pero sigo estando en el mismo punto en que estaba.

MEFISTO.- ¡Esta sí que es buena! ¿Soy yo el responsable de tu inmovilidad? ¿de tu parálisis? Además, en este preciso punto donde te encuentras, en este lugar, quiero decir, nunca habías estado antes.

FAUSTO.- ¿Y qué tiene de particular este lugar?

MEFISTO.- ¿No lo sabes? Ante un panorama como éste el Demonio del Evangelio dijo al Jesús de la misma historia: Haec omnia tibi dabo si cadens adoraveris me. De ahí el nombre.

FAUSTO. – ¿Qué nombre?

MEFISTO.- El de este lugar. Tibidabo. Tibi dabo, ¿captas? Te daré. “Todo esto te daré si, prostrado, me adorares.”

FAUSTO.- ¿Y se lo dijo en latín?

MEFISTO.- No, seguro que no. Por aquellas latitudes aún no estaban suficientemente globalizados. Pero sí cuando se difundió el mensaje.

FAUSTO.- ¿Qué mensaje?

MEFISTO.- El Evangelio… Oye, socio, todo esto es muy extraño. No creo que mi misión en este mundo, ni en el otro, sea la de dar clases de religión. Pero, claro, lo que pasa es que tu ignorancia es tan extensa que… no sé cómo se compagina eso con tu supuesta sed insaciable de conocimiento.

FAUSTO. – El conocimiento que me interesa es el que ayuda a entender y gozar la vida.

MEFISTO.- Pareja imposible, te lo advierto. La vida, o se la entiende o se la goza. De todos modos te he de decir que ese conocimiento utilitario nunca te enseñará nada que no sea el funcionamiento de una máquina. El verdadero conocimiento, el que de verdad libera, es el que no busca nada fuera de sí mismo, el conocimiento desinteresado y gratuito. Mira, desde hace mucho tiempo, de hecho desde que empezó nuestra relación, he venido observando, cada vez más alarmado, que tu ignorancia filosófica es descomunal. Puedes presumir de científico, de astrólogo, incluso de nigromante, pero no presumas de filósofo si no quieres hacer el ridículo.

FAUSTO.- Bien, ya que has sacado el tema, te confesaré una cosa: que la filosofía siempre me ha parecido el producto de un exceso de imaginación. Para eso está el arte, la poesía, que eleva el ánimo sin engañarse ni engañar a nadie.

MEFISTO.- Algo hay de cierto en eso. De todos modos, un reciclaje a tiempo nunca va mal. Así que voy a ponerte en contacto con algún filósofo de acreditada solvencia para que repases las primeras letras..

FAUSTO. – ¿Clases de filosofía a estas alturas?…Bien. ¿Cuándo? ¿Dónde?

MEFISTO. – (señalando abajo la ciudad). No aquí, naturalmente, sino en tu misma patria. ¿Cuándo? No ahora, por supuesto (crudo lo tendría, el pobre) sino en el siglo XIX. ¡En marcha!

(CONTINÚA)

(De Mundo, Demonio y Fausto. Nuevas aventuras)

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