Justicia poética (refundido)

Hacia 1678, el historiador y crítico literario inglés Thomas Rymer acuñó la expresión poetic justice para definir lo que, según él, debería contener toda obra dramática o de ficción: que, al final, el mal recibe siempre su castigo y el bien su recompensa. En una versión menos radical u utópica, podría entenderse la justicia poética como una especie de coherencia moral, exigible en toda historia. Es decir, por ejemplo, que no podría ser que un individuo malvado, perverso y depravado viviese felizmente sus últimos días, o que una persona bondadosa, noble y laboriosa muriese en la desesperación más absoluta.

Rymer era un neoclásico, defensor de las normas estéticas que el teatro francés había impuesto en Europa y beligerante frente a Shakespeare, en cuya obra solo veía un mar de incoherencias e inmoralidades. A Shakespeare esto le daba igual, más que nada porque llevaba seis décadas muerto; pero también a la vida real le traían sin cuidado las ideas de Rymer, y seguía ofreciendo su propio espectáculo, ajena a las normas de los críticos moralizantes. Uno de éstos llegó a decir que solo la ejemplaridad moral justifica la existencia del arte. Pero nunca llegó a preguntarse qué es lo que justifica la existencia de un crítico moralizante.

Por extraño que parezca, una idea tan mecánica y simplista del relato artístico ha llegado hasta nuestros images (33)días, principalmente en versión cinematográfica, donde, conocida como happy end, ha ahorrado toneladas de lágrimas a millones de espectadores: el chico o la chica pueden pasarlo francamente mal, y el “malo” puede estar alcanzando sus perversos propósitos, pero al final todo se arregla…y Rymer y los suyos pueden respirar tranquilos. La justicia poética ha funcionado.

Otro asunto es si alguna especie de justicia, similar a la poética en el arte, funciona en la vida real. Si el bien tiene su premio y el mal su castigo. Cierto que en este caso sería más correcto prescindir del adjetivo “poética” y quedarnos con el sustantivo “justicia”, sin más.

¿Hay justicia en el mundo? Y no me refiero a aquella que presuntamente imparten jueces y tribunales, sino a aquella otra que Thomas Rymer deseaba para los dramas o relatos artísticos. El bien, ¿acaba siempre por triunfar? El mal, ¿recibe siempre su castigo?

Los creyentes cristianos tienen la respuesta fácil (en esta y en otras muchas cuestiones). Todo se soluciona en el más allá, donde los malos son castigados y los buenos alcanzan la recompensa eterna. Los no creyentes lo tienen más difícil. De hecho, cuentan con dos opciones: reconocer amargamente que el mundo suele ser injusto o recurrir a la idea de una especie de justicia inmanente, algo que la sabiduría popular siempre ha intuido, y ha proclamado con la frase “en el pecado va la penitencia”.

¿Pero qué significa exactamente esta idea? ¿Que los malvados sufren espontáneamente por haber cometido sus maldades? ¿Que Hitler, Franco, Stalin y compañía, por ejemplo, lo pasaban muy mal cometiendo sus fechorías? No sé…

En cualquier caso, el asunto es vidrioso. A primera vista, es evidente que no hay justicia en el mundo; se ha de recurrir a una segunda vista para formular un juicio más consolador, pero no todo el mundo está dotado de esta particular visión añadida.

Así que lo mejor es dejarlo. Además, ¿por qué habría de haber justicia en el mundo? Quizá es que la cosa es muy sencilla, tan sencilla como para espantarse considerándola fríamente: el mundo es como es, y punto. O como dice el filósofo: “el juicio sobre este mundo es este mundo”.

Así que, a primera vista, la virtud no siempre tiene su recompensa. O muy pocas veces. O casi nunca. Pero…¿Y el esfuerzo? ¿Y el mérito?

Estudia, esfuérzate para ser mañana un hombre de provecho”; “siempre adelante, no te dejes amilanar por los pequeños fracasos, que al final el mérito y la valía salen siempre triunfantes”… Ahora no sé, pero a mediados del siglo pasado los padres responsables prodigaban a sus hijos consejos de esta clase. Era una época optimista. A pesar de las dos guerras y, en especial, de los horrores de la última, la gente confiaba, no sé por qué, en la bondad fundamental de la especie humana y en la receta milagrosa del trabajo y el esfuerzo. Los Dale Carnegie y O.S. Marden seguían irradiando esa especie de optimismo primario hasta los más apartados rincones del mundo, como mi hogar familiar, donde los autores citados compartían anaquel con Dante y Stefan Zweig.

Dudo que hoy se impartan y se reciban con la misma inocencia ese tipo de consejos. Ha habido demasiados premios literarios por en medio como para que se pueda mantener la idea de que lo excelente se alza siempre por encima de lo mediocre. Y sin embargo, la idea persiste. Leo en el comentario de un lector de una revista digital: “no hay genios ocultos”, “el artista que vale de verdad llega siempre”.

¿Seguro que no hay genios ocultos? ¿Cómo lo sabe? Es el tipo de enunciado que cierto filósofo no admitiría como científico por el hecho de no ser “falsable”. Es decir, que no hay manera de imaginar su contrario. Porque lo definitorio de algo oculto es que se desconoce, y entonces ¿cómo se sabe si existe o no?

Por el contrario, hay indicios para suponer que no es cierto lo que afirma el comentarista en cuestión. Si no llega a ser por la determinación de su amigo Max Brod, Kafka habría muerto como genio oculto. Si llega a morir a los 52 años en vez de a los 72, Schopenhauer no existiría para nosotros (su obra capital fue publicada cuando tenía 34 y pasó totalmente desapercibida). Si la hermana de la difunta Emily Dickinson hubiese destruido sin mirarlos los papeles dejados por la poeta, no conoceríamos una de las muestras más exquisitas de la poesía universal. Y seguro que hay más “indicios”. En estos casos, la moneda cayó del lado de la luz, pero no podemos dudar de que en otros muchos haya caído del lado de la oscuridad. Nunca sabremos quiénes fueron ni cuánto hemos perdido.

¿Cómo se puede afirmar que no hay genios ocultos, o que el artista siempre llega? Quizá solo desde la comodidad mental, desde el deseo de imaginarse un mundo en el que todo encaja, en el que reina una justicia poética de acartonado corte neoclásico.

7 comentarios

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7 Respuestas a “Justicia poética (refundido)

  1. Mi realidad,yo he aprendido a vivirla «como sí»,y ademas aplicando la famosa frase de Sartre,»el infierno son los otros».
    Te aseguro que este método me ha aliviado el lastre y me ayuda a observar la vida,como un escéptico observador.

  2. rexval – M'agrada Wagner, l'òpera, la clàssica en general i els cantautors, sobretot Raimon i Llach. M'interessa la política, la història, la filosofia, la literatura, el cinema i l'educació. Crec que la cultura és un bé de primera necessitat que ha d'estar a l'abast de tothom.
    rexval

    En el caso de Franco, no creo que sufriera demasiado cuando hacía sus diabluras. Dicen que firmaba penas de muerte mientras se comía un a gallete o se tomaba el cadé en el desayuno. Como diría mi difunta madre: «Dios lo castigó» por eso del «MI pulso no me temblaraà» y ya lo creo que el Parkinson hizo su efecto de mayor (en edad, que en estatura era más bajito de Hitler, ¡menudo ario!

    Saludos

    Regí.

  3. Temas demasiado profundos para despacharlos con un par de respuestas. En cualquier caso, interesantísimo artículo. La vida es misteriosa, afortunadamente. Y nos permite creer en la justicia (poética o divina en el sentido amplio de la palabra). Así como en que uno recibe lo que da. Ignoro de qué modo o manera se da esa reciprocidad, pero me inclino a creer en ella pese a la apariencia que muy a menudo índica lo contrario. Un saludo

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