Catulo y Clodia. En la taberna de la Novena Columna

CINNA.: Oye, ¿ése no es Furio?

CATULO.: Sí, y el que está a su lado es Gelio, y el otro Egnacio.

CIN.: Y la mujer…en la taberna  taberna

CAT.: Sí.

CIN.: Será mejor que nos vayamos.

CAT.: No, yo me quedo.

CIN.: Tú estás loco. ¿Qué pretendes? ¿No me dirás que vas a rescatarla de este infierno? Porque, aunque fueses el mismo Orfeo con su lira, te aseguro que no podrías sacar a esa mujer de aquí.

CAT.: Siéntate, Cinna, por favor, y escúchame un momento. Si yo soy Orfeo y ella es Eurídice, ¿quién o qué fue la serpiente? ¿El inmundo animal cuya picadura malogró una vida luminosa y acabó por sepultarla en este mundo tenebroso?

CIN.: Quizá no hubo picadura, quizá no hubo serpiente. Quizá ella ha sido siempre así.

CAT.: ¿Quieres decir que siempre ha estado en el barro, incluso cuando los dos viajábamos sobre las nubes? No, no lo creo. Hubo serpiente, hubo picadura, hubo algo que la ha ido arrastrando hasta aquí abajo. Algo de ella misma, quizá.

CIN.: Si quieres, puedes preguntárselo. Viene hacia aquí. Será mejor que me vaya.

CAT.: No es necesario.

CIN.: Adiós, Catulo. Y sal cuanto antes de este infierno, por favor.

CLODIA: ¿Me buscabas?

CAT.: No más que otras veces.

CLO.: Sé que recibiste mi mensaje.

CAT.: Sé que recibiste mi contestación.

CLO.: Muy estúpida, por cierto.

CAT.: Y muy verdadera.

CLO.: ¿Quieres decir que ya no somos ni siquiera amigos?

CAT.: Ni siquiera. Nunca hemos sido amigos, Clodia. Hay que saber amar, para eso.

CLO.: Yo amo a mis amigos.

CAT.: Tú ni amas ni tienes amigos. Contéstame a una pregunta. ¿Alguna vez me has querido? Contéstame, por favor.

CLO.: ¿Qué importa ahora eso? Te gusta remover las cosas. Déjalas ya. Alguna vez fui joven. Alguna vez fui feliz. ¿Y qué? Todo eso pasó. Lo que cuenta es el presente.

CAT.: ¿Y qué hay en el presente?

CLO.: La vida.

CAT.: O sea, la nada. Cuando se ha amado como nosotros…

CLO.: No me falta amor.

CAT.: No te falta mierda, querrás decir. ¿Cómo te atreves a profanar esa palabra que fue tan sagrada entre nosotros? ¿Quién te da amor? ¿Gelio? Pero si no eres ni su madre, ni su hermana, ni su tío, ¿qué aliciente puedes tener para él? ¿Egnacio, con sus blancos dientes rezumando orina hispana? ¿O Furio, que te debe hacer pagar cada favor a precio de usurero? Si pudieses alardear de un amor de verdad, o simplemente de un compañero corriente, como la mayoría de los mortales, mi desgracia estaría dentro de lo normal, dentro de las desgracias normales que suelen ocurrir a los hombres. Pero me has cambiado por lo más bajo y abyecto que has podido encontrar, por la más inmunda de las basuras. Y no hay que olvidar a Celio, claro.

CLO.: No pronuncies ese nombre.

CAT.: Toda Roma lo pronuncia. Y el tuyo también. Para reírse, naturalmente. Qué espectáculo tan grotesco. Si has de pasar a la posteridad por el discurso de Cicerón, has quedado bien lucida.

CLO.: Si he de ser inmortal gracias a tus poemas, no lo tengo mejor.

CAT.: ¿Por qué no te conocí así, tal como ahora te veo?

CLO.: Y ahora, contéstame tú a una pregunta. ¿Se puede saber qué es lo que le agradecías a Cicerón en aquellos versos que le dedicaste justo después del proceso? ¿La defensa que hizo de tu amigo Celio? ¿O las bajas artimañas que utilizó para hundirme en la basura?

CAT.: No, él no te hundió en la basura. De eso ya te has encargado tú misma. Pero te lo diré. Quise agradecerle que hubiese mantenido silencio sobre nuestra relación. Ya es bastante que la historia de nuestro amor se pasee por todas las tabernas; solo faltaría que fuese también pasto de los tribunales. Con esa intención le dediqué aquellos versos, que por cierto me salieron algo irónicos. No pude evitarlo.

CLO.: Qué feliz eres. Poder sacar los malos humores simplemente escribiendo unos versos. No te das cuenta de la suerte que tienes.

CAT.: Todo el mundo puede hacerlo. Todo el mundo puede librarse de sus malos humores escribiendo versos, hablando con un buen amigo, actuando con justicia y nobleza, permitiendo que lo más limpio y sagrado que hay en nuestro interior aflore con sencillez. Tú misma…

CLO.: Yo, ¿qué?

CAT.: Tú misma podrías decir adiós a esta vida absurda que llevas y permitirte ser la persona que en realidad eres.

CLO.: La vida que llevo no es absurda ni nada. Es mía. Y no voy a cambiarla porque tú lo digas.

CAT.: O sea, que vas a seguir así. O sea, que vas a consumir tus días viviendo como una puta, como una vulgar y miserable puta.

CLO.: No es necesario que me insultes. Tú crees que me quieres. Pero no es verdad. A mí no, a la persona que soy en realidad nunca la has querido. Nunca has pensado, quiero decir de una manera profunda y efectiva, nunca has pensado que soy una persona, y que mi mundo interior es complejo, doloroso, contradictorio, inexplicable. No, en realidad, eso no te ha importado. Solo te interesaba saber si te quería o no, es decir, si estaba dispuesta a ocupar el lugar que me tenías asignado en la parte vacía de tu ser. No, Catulo, nunca has entendido nada. Solo entiendes tus propias fantasías. Te subes con ellas a las nubes, y la realidad de la vida se te escapa.

CAT.: Quizá tengas razón. Pero una cosa no tiene que ver con la otra. Mis defectos no justifican tu locura. Mi ceguera no explica tu enfermedad.

CLO.: ¿Mi enfermedad? ¿Sabes tú por casualidad cuál es el camino recto, la senda saludable de la vida? Si lo sabes, dímelo. Pero, no, nadie lo sabe. Y cada cual tiene que inventar su propio camino. Y ninguno es mejor que otro.

CAT.: Pero hay caminos y hay precipicios.

CLO.: No quiero discutir más, Catulo. Solo quería decirte que estoy viva y visible, y que, cuando quieras, podrás encontrarme.

CAT.: ¿Dónde? ¿Aquí? ¿Quieres decir que habré de tomar la lira y venir a sacarte de estas profundidades?

CLO.: Ni lo intentes. Los que vivimos en los mundos subterráneos ya no saldremos jamás. Dicen que Orfeo, al volver la vista atrás, provocó que Eurídice desapareciese. No lo creo. Más bien creo que, al volver la vista atrás, vio que Eurídice no estaba. Y no estaba simplemente porque no le había seguido, y no le había seguido porque nadie, ni la más amada de las Eurídices, puede escapar de su propio infierno.

(De Lesbia mía)

2 comentarios

Archivado bajo Opus meum

2 Respuestas a “Catulo y Clodia. En la taberna de la Novena Columna

  1. Pues sí, he reconocido inmediatamente esa conversación entre Clodia y Cátulo al final de «Lesbia mia» que por cierto he vuelto a releer hace menos de un mes. Nada que ver con una novelita que me regalaron este verano «Amor contra Roma», (el título es así de cursi) y está escrito por Victor Amela, periodista de La Vanguardia, autor de diversas entrevistas para la contraportada de ese periódico. Lo comparo, si es que puede hablarse de comparación, porque creo que se ubican en un mismo período de Roma, cuando Ovidio y una serie de poetas transgresores alteraron la moral tradicional imperante y ensalzaron la libertad sexual y el adulterio, ridiculizando con sus versos la santidad del matrimonio y la fidelidad de las parejas, principalmente para las mujeres. Todo ello fue considerado un peligro por parte de Augusto y de su conservadora y manipuladora esposa Livia, quien acabó sentenciando el destierro del poeta y de la propia hija del emperador, Julia, viuda de Agripa y vivo ejemplo de las nuevas y frenéticas formas de convicencia entre hombres y mujeres (patricios por supuesto).
    Digo lo de imposible comparación pués mientras que «Amor contra Roma» se lee y es,un tebeíto, «Lesbia mia» se mueve entre diferentes ámbitos. Es a la vez, una maravillosa y destructiva historia de amor entre Clodia la incestuosa «femme fatale» del libro y el excelente pero pusilánime poeta Cátulo, poco comprometido y amante de los placeres lúdicos al principio y personaje torturado y desprestigiado hacia el final por los zarandeos de esa pasión incontrolada. Es también una lección creo que documentadísima de un momento de la historia de Roma y como no, habiendo sido escrita por Priante, un tratado coherente y elegante sobre ética y filosofia.

Responder a antonioprianteCancelar respuesta