(Mantén fija la mirada en los ojos de este autorretrato…y quizá te llegue algo del alma del artista)
Al establecer la lista de los escritores de mi vida anuncié que irían ordenados por orden de aparición ante mis ojos de lector o de repentina asunción de importancia. Hoffmann es un ejemplo perfecto de este segundo caso.
Ya en la lejana juventud leí algunos de sus relatos, entre los que no faltaron El magnetizador y El hombre de la arena, ejemplos máximos de lo siniestro en literatura. Y con eso me había quedado, con la idea de un escritor que, como Poe, con todas las diferencias, sabía sembrar el espanto en el corazón del lector.
Pero, muchos años después, me dio por leer más. Y, además de algunos relatos del tipo de los mencionados, busqué y leí las novelas Los elixires del Diablo y Las opiniones del gato Murr (en ejemplares que conservo fechados por mi mano en el verano del año 2000). Es entonces cuando se produce la revelación de que Hoffmann no es un escritor más; sobre todo, que no es solo un escritor.
Murr es un gato delicado, instruido y algo pedante que convive con el profesor Abraham, maestro en artes extrañas y amigo del músico Kreisler; está escribiendo sus propias experiencias al estilo de la típica Bildungsroman (novela de formación), que se desarrollan en el escenario formado por la propia
Kreisler es un músico un poco loco, maestro de capilla en la corte de un príncipe, cuyo principado, como tantos minúsculos estados alemanes de principios del siglo XIX, había dejado de existir (era tan pequeño que “se dice que el príncipe Irenäus había perdido su país en un paseo por la frontera”). Todos los personajes que se mueven por esa corte particular aparentan tener extraños pasados, a veces interrelacionados, que el lector no llega a descifrar, con lo que se mantiene siempre la intriga: el príncipe, que ha reproducido en su residencia la corte del principado perdido por un descuido; su hijo, el débil mental Ignaz; el maestro Abraham, con un pasado que también afecta a alguno de los otros personajes; la intrigante consejera Benzon, probable antigua amante de alguno de los mencionados; la joven princesa Hedwiga, con brotes histéricos, que quizá no es hija de quien se supone; su amiga íntima Julia, de juvenil encanto; el maestro de capilla Kreisler, a quien todos admiran pero también temen porque desde su posición de artista, pero sobre todo cuando se abandona a sus locuras y a su sarcástico humor, pone en evidencia la falsedad y vaciedad de aquella sociedad… La novela es complicada y confusa, sí, pero posee un encanto que lamento no poder trasmitir. Convertida en literatura, se contiene en ella el alma musical del autor.
Ernest Theodor Wilhelm Hoffmann nació en Königsberg, Prusia, en 1776. Más tarde se cambió el Wilhelm por Amadeus, manifestando así su preferencia por Mozart frente a Shakespeare. Pero al destino no se le engaña tan fácilmente.
Educado entre mujeres – el padre había abandonado a la madre – convivía también con un tío que practicaba la música, aunque no pasaba de ser buena gente. De las dos tradiciones familiares, la musical y la jurídica, se vio empujado a seguir la “seria”, y así, aunque también estudió música e incluso empezó a componer muy joven, se formó en leyes con resultados brillantes. En la literatura, ni pensaba.
También se dedicó desde joven a la pintura y al dibujo. Precisamente esta afición, unida a su temperamento inquieto, humorístico y burlón, le procuró la primera contrariedad de su vida profesional. Y es que, en Posen, ciudad polaca donde ejerce, el juez Hoffmann se dedica a caricaturizar los rostros y figuras de aquella gente tan seria que le rodea, es decir, a poner de manifiesto en cuatro trazos la fealdad y vulgaridad de las fuerzas vivas del lugar. Descubierto, se le destina a un villorrio polaco sin más compañía que su reciente esposa Mischa (también polaca, y católica; no alemana y protestante como mandan los cánones) y los extraños personajes que empiezan a poblar su imaginación. Expiada la culpa, ocupa plaza en Varsovia, donde puede llevar una vida más acorde con sus aficiones artísticas: participa en tertulias, escribe reseñas musicales, compone e incluso dirige conciertos.
La segunda contrariedad tiene una causa tan ajena a su voluntad como es la guerra. En noviembre de 1806 las tropas francesas entran en Varsovia. Polonia ha sido ocupada por los vencedores del país ocupante. Todos los funcionarios prusianos son destituidos. Hoffmann marcha a Berlín, sin nada a la vista. Pocos meses después se le presenta una oportunidad: las autoridades francesas han decidido recuperar a los ex funcionarios prusianos siempre que juren fidelidad al nuevo régimen napoleónico. No se lo piensa dos veces. La lealtad está en él por encima de las preferencias políticas (si es que tiene alguna) e incluso de las necesidades vitales. Rechaza la oferta y permanece en Berlín, donde vivirá el año más duro y amargo de su existencia.
Gracias a la ayuda de algún amigo fiel, y a su propia e incesante búsqueda de una ocupación acorde con su vocación y experiencia, va superando el trance. A mediados de 1808 recibe una oferta para dirigir el teatro de Bamberg, ciudad católica y barroca del sur de Alemania.(continúa)