Henry Miller o la pasión de escribir I

 

henry millerEn el otoño de 1964 cumplía yo veinticinco años. Hacía dos que había terminado la carrera, y desde entonces me había dedicado a casi nada: acabar el servicio militar obligatorio (especial para universitarios: solo los veranos), ejercer de profesor-ayudante en la cátedra de derecho político, iniciar y romper un noviazgo, empezar a traducir y a informar libros para editoriales… Con el primer dinero que cobré por una traducción, pasé unos días en París. Solo. Vi películas que en España no se podían ver, me pateé el Barrio Latino y un poco más, compré algunos libros, hablé con algunos exiliados españoles en la barra de algún bar, no encontré a la persona con quien pensaba contactar (en la editorial El Ruedo Ibérico), y regresé tan solo como me había ido.

Lo de “casi nada” no significa que algunas de las actividades mencionadas no tengan su valor intrínseco; significa que no eran nada para mí comparadas con lo único que de verdad me importaba: escribir. Pero tenía la sensación de que el caso estaba ya cerrado. El que no ha escrito algo de valor a los veinticinco años, me decía, es que no sirve para el oficio. Porque yo escribía, y mucho. Pero nada se concretaba, nada tomaba forma, todo eran hojas sueltas que, como a tales, se las llevaba el viento.

Una noche, después de la partida de ajedrez y de las divagaciones habituales alrededor de los dos puntos fijos de siempre (hay que cambiar la sociedad, qué será de nuestras vidas), mi amigo mencionó un autor para mí desconocido; un cuñado suyo, residente en Venezuela, le había hablado de un escritor norteamericano increíble. Se llamaba Henry Miller y estaba prohibido en España.

Lo de la prohibición era fácilmente superable, al menos en Barcelona. Varias librerías, en sus disimulados trasteros, tenían siempre ejemplares disponibles de muchas de las obras contenidas en todos los Índices eclesiásticos y políticos. Más difícil de superar era el hecho de encontrarme ante unas páginas repletas de pornografía y de todas las miserias y locuras de la existencia humana. Pero no me arredró la primera impresión, porque enseguida vi que el espíritu estaba allá mismo: una fuerza incontenible abriéndose paso entre el sinsentido, escupiendo sobre todo lo mezquino, lo soberbio y lo severo para hallar la única paz posible, la que se esconde en el fondo del universo y de uno mismo.

Lo primero que leí fue Trópico de Cáncer. El protagonista – claramente el mismo Miller – tiene cuarenta años. Finalmente, tal como soñara, ha roto por completo con toda su vida anterior. Está en París sin nada a la vista y nada en los bolsillos, provisto solo de su firme determinación de escribir, de aflorar desde sí mismo. Ya en las primeras páginas nos dice

No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo.

Y unas líneas más abajo:

Esto no es un libro en el sentido corriente de la palabra. No, esto es un insulto prolongado, un escupitajo en la cara del Arte, una patada en el trasero de Dios, del Hombre, del Destino, del Tiempo, del Amor, de la Belleza… de lo que quieras. Voy a cantar para ti, quizá un poco fuera de tono, pero cantaré. Cantaré mientras tu la palmas, bailaré sobre tu sucio cadáver…

Trópico de cáncer es un final y a la vez un principio. Es el final de la vida absurda, no querida, impuesta por la inercia de la sociedad, final que tiene lugar con su decisión de echarlo todo a rodar y de largarse a otro mundo a escribir. Y es el principio de la vida nueva, en la escena de París, que incluye la recuperación artística de la vida vieja para quedar al fin libre y desnudo ante la verdad.

La novela se presenta como autobiográfica, y sin duda lo es, si le restamos cierta dosis de exageración (no solo sexual) y otros afeites propios del arte. Por sus páginas, donde narra los primeros tiempos de su estancia en París, pasan toda suerte de tipos extravagantes, grotescos, increíbles. Las escenas de sexo, mecánico, compulsivo, sin atisbo alguno de sentimiento humano, se suceden continuamente. No hay ni una pizca de compasión o simpatía, ni un intento de comprensión del caos en que vive inmerso. Una especie de alegría feroz recorre el relato. Y al final, todo el lirismo que uno intuye soterrado aflora en el sentimiento que Miller experimenta en la contemplación del lento curso del Sena:

El sol se pone. Siento este río fluir a través de mí. Su pasado, su anciana tierra, el clima cambiante. Las colinas que lo ciñen mansamente; su curso está fijo.

En Trópico de Capricornio se repiten muchas características de su obra anterior, si bien se refiere más a su pasado americano. La novela está estructurada como un continuo ir y volver del presente al pasado, trufado de reflexiones personales correspondientes al momento en que escribe. De los recuerdos de sus varios trabajos antes de la ruptura definitiva, destacan los de su actuación en una empresa de mensajería, donde, entre otras cosas, se dedica a contratar y despedir personal de acuerdo, en principio, con las normas de la empresa; normas que halla un placer especial en boicotear. La novela culmina con la aparición de Mona (June, que había de ser su segunda esposa), que parece anunciar una vida plena de amor y realizaciones. (continuará)

 (De Los libros de mi vida)

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