Stefan Zweig, última etapa

zweig freudJudío, amigo de Sigmund Freud y de otros intelectuales de la misma cuerda, cosmopolita, con una literatura ajena por completo a cualquier tipo de alucinación racista o nacionalista y fuertemente anclado en dos valores, la cultura y la libertad, estaba claro que Stefan Zweig había nacido para ser una de las bestias negras del nacionalsocialismo. Pero de momento (principio de los años treinta) la verdadera bestia estaba allá, al otro lado de la frontera, mientras nuestro escritor observaba sus movimientos con el temor y la clarividencia que muchos alegres austriacos, y europeos en general, no compartían. 

Cuando, en 1933, el monstruo se hizo con todo el poder en Alemania, los libros de Stefan Zweig, junto con los de otros muchos, no sólo se prohibieron sino que fueron entregados al fuego. En el nuevo orden no cabía la literatura libre, ni el pensamiento libre, ni nada libre. La tradicional cultura alemana, sólida, profunda, sabia, que tantas celebridades de auténtico valor había dado – desde Lutero hasta Thomas Mann, pasando por Leibinz, Kant, Schiller, Goethe, Schopenhauer y tantos otros – fue sustituida por una mitología de play station, que sería absolutamente risible, si no hubiese resultado tan mortífera.

El olor de papel quemado, que en 1934 llegaba hasta Austria, decidió a Zweig a hacer las maletas y trasladarse a Londres. Su esposa no le siguió. Como tantos austriacos, no compartía el pesimismo del marido. Pasó muy poco tiempo para que los hechos dieran la razón al que la tenía: en 1938 Alemania se anexionó Austria. Los viajes esporádicos que Zweig aún hacía para visitar a parientes y amigos se acabaron. Nunca más pudo volver a su tierra. Se había convertido en un apátrida.

El resto de su tiempo – no más de cuatro años – lo pasó en Londres y en América, del Norte y del Sur, donde finalmente se instaló, en la ciudad brasileña de Petrópolis. Seguía escribiendo, seguía comunicándose con los amigos que no habían quedado en el otro lado, pero cada vez era todo más difícil. Por segunda vez a lo largo de su vida, su mundo se había venido abajo. Pero en la primera ocasión, con la caída del Imperio austriaco, había sido diferente; había sido como el despertar del niño a las amargas realidades de la vida, un trance que se supera fácilmente mediante sabios mecanismos de adaptación; para la segunda, no había mecanismo alguno de defensa: los bárbaros habían arrasado la tierra, pisoteando toda brizna de humanidad. Y de esperanza.

El 23 de febrero de 1942, los cuerpos sin vida de Stefan Zweig y de su segunda esposa, Lotte, fueron hallados en su casa de Petrópolis. Suicidio en pareja, como sus antecesores germánicos Heinrich Kleist y el archiduque Rodolfo. Curioso.

Podía haber esperado un poco… Dos años más y habría conocido la liberación de París. Con tres años, habría visto el fin de la guerra. Con trece, habría celebrado la restauración de la república austriaca. Y si hubiese vivido ochentaiún años, habría conocido, justo antes de morir… el probable inicio de la tercera guerra mundial, con la crisis de los misiles de Cuba de 1962. Dejémoslo.

Pero es el caso que Stefan Zweig era una persona impaciente, en el arte como en la vida. En un pasaje de sus memorias, reflexionando sobre la inmensa fama que llegó a alcanzar, se pregunta por el secreto de aquella escritura suya, que cautivó a millones de lectores. Y se responde: “creo que proviene de un defecto mío, a saber: que soy un lector impaciente y temperamental […] me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura.” Y añade que la fase más importante de su proceso creativo es aquella en que elimina todo lo que considera innecesario, “pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia.” Una opción de naturaleza estética que le dio muy buenos resultados.

No de otra naturaleza fue la decisión de quitarse la vida ante la fea presencia de unos tiempos que, sin duda, había que tirar a la papelera.

 

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