No me refiero a inventarlo de raíz, a construir su existencia, fenómeno en el que se basa la aguda reflexión de Mefisto, sino a vestirlo de todas las características necesarias para que no haya duda sobre su condición de enemigo. No importa que el enemigo sea blanco: si conviene, se le presenta como azul; no importa que alegue que tiene un problema y que desea resolverlo por medios democráticos: si conviene, se niega el problema y se le presenta como nazi. O como etarra. El recurso es muy antiguo. Ya se utilizaba en la última etapa del imperio romano, como denuncia el poeta Ausonio en esta carta, obviamente apócrifa.
En todo escrito o sermón de los doctos polemistas cristianos nunca falta la acusación, dirigida a los seguidores de la antigua religión, de que rinden culto a imágenes fabricadas por los propios hombres, de que adoran objetos inanimados a los que toman por divinidades. ¿De dónde han sacado eso? ¿Es posible que personas en apariencia cultas como Ambrosio, Jerónimo o Eusebio o tantos otros, piensen realmente que personas como Símaco o Pretextato (o como Plinio o Cicerón) adoran (o adoraban) estatuas de piedra o de metal? Yo no lo creo posible. Creo más bien que, en un alarde de audacia y de mala intención, se están fabricando un enemigo cómodo, un enemigo al que dotan de una serie de características absurdas y ridículas para combatirlo más fácilmente. En todo caso, haya intención o no, luchan contra fantasmas. Porque ese enemigo al que combaten no existe ni ha existido nunca. Es decir, ha existido y existe al nivel del pueblo más bajo. Es ahí donde la religión, confundida con la superstición y la magia, se manifiesta en las creencias y prácticas más disparatadas y aberrantes, desde las defixiones hasta la misma creencia de que los dioses moran en el espacio de sus imágenes. Pero a eso no aluden los polemistas
(De La ciudad y el reino)