La máquina del doctor Kusev IV

Kusev calló y fue a sentarse de nuevo en su butaca. Yo reflexioné unos instantes para dar forma a la objeción que me parecía evidente.

 – En ese caso, doctor Kusev – dije al fin – lo mejor sería detenerse. Respetar lo que la naturaleza tan bien ha protegido… y se ha de considerar una suerte que los psicólogos anden tan equivocados, como usted dice.

– ¿Detenerse? ¿Usted dice detenerse? Amigo Aurelio, ¿qué le ha detenido a usted a venir aquí? ¿Qué le ha detenido en su obsesión por seguir el rastro de ciertos acontecimientos? – no fue ninguna sorpresa, desde el principio sabía que él lo sabía – Nada. Nada puede detenerle. Se lo dije: la ciencia es imparable.

– Y usted está dispuesto a seguir ahondando en la mente, pero por otros caminos, ¿no es eso?

– Naturalmente, por el camino de la ciencia verdadera, el que toca la materia, no el que se conforma con palabras. Y no sólo estoy dispuesto; llevo mucho tiempo trabajando en ello y…ya tengo resultados.

 Era un avance muy importante para mí. En aquél momento me sentía como el héroe caballeresco ante la guarida del monstruo. Arremetí.

 -¿Qué clase de resultados?

– Efectivos, quizá demasiado efectivos. He de corregir algunos aspectos para hallar el punto justo que permita una aplicación generalizada.

– Perdone, pero no le entiendo.

– Es natural. Tal vez, si quisiera probarlo usted mismo…

– ¿Yo? – creo que me tembló la lanza en la mano.

– Venga, sígame. Si ha llegado hasta aquí, no va a retroceder ahora.

panel controlKusev se levantó y yo le seguí. Salimos de la sala. Avanzamos por un estrecho pasillo a lo largo de unos metros. Al final, topamos con una puerta cerrada, con una lucecita roja sobre el dintel. Abrió la puerta y entró. Le seguí. Descendimos por una breve escalera, y enseguida tuve ante mí un espacio extraño y al mismo tiempo familiar. Un gran panel en el que parpadeaban multitud de lucecitas cubría una de las paredes. En el centro de la sala, una especie de cuadro de mandos y ante él tres sillas giratorias que miraban, por encima del mueble de mandos, hacia una gran pantalla que ocupaba gran parte de la pared de enfrente.

– Siéntese – dijo, indicándome la silla del centro, seguro de mi obediencia.

 Me senté. Me colocó un casco en la cabeza, tan ajustado que me presionaba los temporales y la frente de modo casi insoportable.

 – No es muy molesto, ¿verdad?

– No – mentí –. He de mirar a la pantalla, supongo.

– No, ya no es necesario. Conservo la pantalla, pero ya no es necesario. Ahora todo tendrá lugar dentro de usted mismo.

– ¿Cómo en los sueños?

– Sí…pero con más claridad. Como en la vida misma.

– Doctor, ¿qué consecuencias puede tener esto…?

– No se preocupe. Ése aspecto creo que lo tengo solucionado. Lo siento por los que han pasado antes, pero…en fin, la ciencia exige sus sacrificios. Mire, ¿ve este circulito rojo en el cuadro de mandos? Si en algún momento se siente mal, muy mal, lo toca. El proceso se relantizará hasta detenerse… y entonces, ya veremos. ¡Adelante!

Tuve que cerrar los ojos para que la luz exterior no empañase la claridad que me estalló dentro. Una sucesión de antiguas escenas pasaron ante mí. Escenas que suelen asaltarme antes de dormirme y que no sabía si atribuir a sueños antiguos o a remotas vivencias olvidadas. Ahora lo veía claro: eran momentos semiocultos de mi propia existencia. La estrecha calle de una ciudad vieja en cuya mitad se alza la torre circular; otras calles antiguas de mi propia ciudad, que siguen caminos extraños; el bar de mesitas pequeñas con bancos adosados a la pared y al que se accede bajando unos escalones; la lengua de tierra que se adentra en el mar ensanchándose al final; la falda opuesta de la colina de la ermita, con el camino abajo que lleva a algo decisivo…¡No eran sueños! He estado en esos lugares, en unos en mi más remota infancia, en otros en la adolescencia. Y vi el rostro de mi madre tal como era cuando yo aún no andaba, y las palabras y los hechos, y la minuciosa vida que había perdido o sepultado, todo se reconstruyó en unos instantes. Ése era yo, ése soy yo. Todo lo he visto, todo lo he revivido. Primero con asombro, luego con fruición, después, cada vez más, con un extraño sentimiento de miedo y repugnancia, ¿ése era yo? ¿ése soy yo? Y veía todas las traiciones, las mías y las ajenas; todas las cobardías, las mías y las ajenas, toda la inmundicia, la mía y la del mundo, ¿dónde hasta entonces había guardado todo aquello? En los profundos sótanos del yo, sí, ahí había estado enterrada aquella cosa, esperando quizá esta terrible resurrección. ¿Cómo se puede soportar todo eso? Ni por un momento pensé en el botón rojo. La cabeza estaba apunto de estallar. Me arranqué el casco. Las visiones se fundieron. A la luz mortecina de la estancia busqué la figura del doctor Kusev. No estaba. ¡Doctor Kusev! grité, ¡doctor Kusev! Nadie me respondió. Recorrí el pasillo y alcancé la sala, ¡doctor Kusev! Nadie. En un instante me encontré en la puerta. Me precipité hacia la noche oscura. Descendí corriendo por el bosque, donde cada árbol tenía para mí un rostro, una historia. Todo lo recordaba, todo lo sabía.

He entrado en casa y, como un autómata, me he puesto a escribir. Es lo último que sabrás de mí. No sé cuanto tiempo podré soportarlo. No me contestes, no me busques, no te acerques. Porque ahora sé quién soy.  

                            FIN

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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Una respuesta a “La máquina del doctor Kusev IV

  1. Como siempre, Antonio, disfruto del placer de los textos que nos envía. Muy buen. Cumprimento y agradezco.