Ya en la celda, comprueba con desilusión que se trata de un tratado de ajedrez, de un largo comentario de una sola jugada. De ajedrez, nuestro hombre solo tiene ligeras nociones. Da igual. Con verdadero entusiasmo se sumerge en el librito, en el estudio de la jugada. Tiempo después, ya libre, durante una larga travesía en barco, observa cómo dos pasajeros están disputando una partida de ajedrez, rodeados de curiosos. Uno de los jugadores es un maestro y parece que tiene al otro acorralado. Nuestro hombre, tras examinar unos segundos el tablero exclama: tengo la solución. Los dos jugadores le miran perplejos. El que ya se considera derrotado le cede gustosamente su puesto. Y nuestro hombre, en unos pocos movimientos, derrota al maestro. Felicitaciones y alabanzas. “Usted es un genio del ajedrez”, dice alguien. “No, responde, yo no sé jugar al ajedrez. Sólo conozco una jugada, que es ésta”. Y es que, casualmente, aquella era la jugada que él había estudiado en sus largos días de cárcel.
En estos momentos me encuentro en situación parecida al hombre de la novela. Estoy hablando a filósofos y a
Pero antes de proseguir, debo hacer una aclaración. En la novelita de Stefan Zweig a la que acabo de aludir, la historia no es exactamente como la he contado, hace poco lo comprobé, pero yo la recordaba así, y así era como mejor se adecuaba para iniciar mi intervención. No me disculpo por ello. Este tipo de mixtificaciones son inherentes al oficio de escritor. (Continuará)
Fragmento inicial de la conferencia pronunciada en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona el 12 de diciembre de 2007.
Fascinante el despojamiento y humildad del escritor, cuando si reporta al caso del carcelario y hace analogía con el mismo. Eso me hace entender el porque de tantos y tan buenos trabajos literarios, aunque conozca casi nada. Puedo degustar de la forma habilidosa como escribe, lo siento como a un filósofo. Es una forma apurada, densa, con mucho contenido, y no tiene peso porque es escrito con talento y la fuerza del arte.