Tuve la idea de agrupar en una categoría los comentarios que se me fuesen ocurriendo sobre mis escritores preferidos. Y enseguida me di cuenta de que todos esos escritores habían muerto hacía años. Entonces pensé que lo mejor sería titular la categoría con algo así como Escritores Muertos.
Pero no, no podía ser. Algo había que no cuadraba. No podía ser que esa gente que tanta vida me había dado fuese gente sin vida. Así que, sin pensarlo más y sin necesidad de cambiar de escritores ni de datos biográficos, decidí el título: Escritores Vivos. Así sí. Así está bien. Porque la vida solo surge de la vida. Y no deja de ser un detalle sin importancia el hecho de que los escritores más vivos que conozco estén muertos.
«Con frecuencia miro mi biblioteca como a la representación casera de un cementerio. La gran estantería de pared es un soberbio columbario sin un fin reconocible. Los nombres de los autores impresos en los lomos son el paradigma imaginario de los epitafios de una urna funeraria. Los libros “muertos” están por ahí por años, sin ser buscados, olvidados. Detrás de cada lomo, en polvo de papel, persiste el resumen de las existencias. Silenciosas. Bendito el hombre que es capaz de despertar un texto. Que equivale a resucitar a un muerto.» (Giuseppe Marcenaro: Cementerios. Historias de lamentos y de locuras. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2011, pp. 13-14).